La presencia en determinadas zonas geográficas del auge de las nuevas tecnologías junto con una moral arcaica y añeja está dando lugar a una delicada confrontación cada vez más evidente. La apertura al mundo de estas regiones enjauladas por sus propias costumbres, así como la posibilidad de la interacción entre individuos de diferentes puntos del planeta, están provocando una ruptura en esas tradiciones de mano dura gracias a la interacción de las generaciones más jóvenes con estos recientes medios y aparatos. El deseo de esta juventud, limitado por la profusión de mensajes vetustos y normas estrictas, está abriendo sus posibilidades como consecuencia de la implantación de innovaciones tecnológicas en sus países. En otras palabras, la oportunidad de mirar la conducta humana más allá de sus propias fronteras está desembocando en una progresiva liviandad de los movimientos de estas generaciones, antes enquistados en una férrea moral religiosa.
Masaan (Neeraj Ghaywan, India, 2015) trata esta situación. Ambientada en un Benarés de nuestros días, el director hindú desarrolla con su última obra dos historias apoyadas en este choque entre apertura de miras y permanencia de la tradición moral religiosa como forma de poder en India. Dos historias que se van alternando a lo largo de la narración hasta ir cruzando poco a poco sus hilos. El primer relato que se muestra al espectador tiene como protagonista a una estudiante (a la que conocemos viendo porno, primer elemento que invoca esa presencia de Internet a la que ya se ha aludido) que, justo en el momento en que va a tener una relación sexual con un chaval al que ha conocido no mucho tiempo antes, la policía entra en su habitación. La presión que esta última ejerce sobre los dos desemboca en el suicidio del chico que, ante el advenimiento de su anulación como individuo y de una severa condena, decide quitarse la vida. Todo ello llevará a que tanto la estudiante como su padre se vean involucrados en una serie de dilemas morales así como de chantajes policiales. En cuanto a la segunda narración, Ghaywan nos presenta a un ingeniero en ciernes que, mediante la plataforma de Facebook, contacta con una chica a la que probablemente en un primer acercamiento físico habría sido difícil conocer. Ambos pertenecen a castas diferentes, por lo que el ingeniero, en un escalafón inferior a su amada, comenzará a hacer frente a la escisión entre lo que es y aquello que Internet le muestra que podría ser.
La conexión entre las dos historias está motivada por una sucesión de golpes accidentales que pueden resultar forzados. El azar, a pesar de ser un elemento presente en el día a día de cualquier individuo, si es tratado de manera excesiva corre el riesgo de distanciar al espectador de lo contado. Más aún cuando la historia tiene pretensiones realistas y de documento cotidiano, en el sentido que a este término le da Michel de Certeau en su obra La invención de lo cotidiano (concretamente en el segundo tomo) como la manera en la que el hombre “habita” el espacio común en su día a día, con sus conveniencias, sus compromisos pero también sus dosis de azar. En el momento en el que estas dosis de azar invaden el relato de principio a fin, es más que probable que el supuesto realismo dé pie a una sensación de ficción desmedida e ilusión que se vuelva en contra del propio director.
A pesar de ello, Masaan logra el objetivo de erigirse como una película-denuncia que habla por boca ya no solamente de una generación nacida en India, sino también presente en una gran cantidad de países en los que la estricta moral tradicional causa estragos y carencias libertarias. Esta primera obra del director hindú, presente en la Sección Oficial de Gijón y ganadora del premio FIPRESCI en Cannes el pasado año, tiene el mérito de ser una potente llamada de atención sobre los problemas que el poder de la tradición sigue ejerciendo en varios territorios del mundo en los tiempos que corren.