Donald Cried puede no ser precisamente la película más original del mundo. Sus reminiscencias en contexto y temática despiertan ecos que van desde el Fargo de los Coen hasta Beautiful Girls de Ted Demme. Y es que esta vuelta desagradable al pasado que nos ofrece el film no es más que una vuelta de tuerca más sobre el tema de la nostalgia malentendida, otra bofetada más a ese concepto en exceso manoseado, y por ende convertido en mantra cuñadil, que es el de «cualquier tiempo pasado fue mejor».
No obstante estos no son motivos suficientes para menospreciar la ópera prima de Kris Avedisian, aunque si para afrontarla con cierto escepticismo, y más cuando, más allá del argumento, el tono se inscribe en ese auténtico cajón de sastre llamado dramedia. Un concepto que más que definición de género parece un eufemismo para ocultar cierta indefinición de enfoque.
Precisamente es esto último lo que consigue que Donald Cried se eleve por encima no solo de lo esperado sino de este tipo de películas. Y es que estamos ante una película donde el humor está presente al igual que lo dramático, pero lo que sobrevuela por todo el metraje es sin duda una negrura, un cinismo y una grima global que, como si en un film de Todd Solondz nos halláramos, crea una incomodidad patente, un risa desangelada que consigue que más que empatía por sus protagonistas sintamos algo parecido a la repulsión (cuando no aversión ante algo que detectamos como “peligroso”).
Y es que lejos de buscar la contraposición de caracteres (un personaje positivo y otro negativo), el film de Avedisian se sustenta en la confrontación de dos personajes francamente repulsivos: uno por su condición de ‹frikie› de pueblo y amigo-lapa sin permiso. El otro por ser el tradicional triunfador retornando a casa pretendiendo borrar su pasado en el pueblo. Es a través precisamente de estos recuerdos donde se fragua el meollo central de la película, en la lucha entre anclarse de forma acrítica en ellos y el distanciamiento sobre crítico sobre la existencia pasada.
A través pues de estas vivencias mal digeridas, que van apareciendo en fantasmagóricas cuentagotas, se dibuja todo un panorama de desolación personal que acaba por ser un reflejo de todo un mundo desorientado en su congelación existencial. Un planeta congelado de seres inmaduros, de fracasados incapaces de superar tanto traumas como instantes de presunta gloria. Momentos todos ellos que acaban por revelarse como inanes en uno u otro sentido y que solo adquieren importancia por su condición de clavo ardiendo de una existencia vacía.
Puede que parezca incluso obvio, pero el simbolismo del plano final de la película es más que revelador. Un enorme cartel de Peter Pan ilustra la despedida final entre sus protagonistas. Uno se quedará en el pueblo, otro regresará a la ciudad, pero ambos permanecerán atrapados en ese síndrome “peterpanesco”, pero no en su versión jovial sino en su reverso pesimista. Como en uno foto quemada cuyo negativo es de un blanco inmaculado y a la vez borroso, fantasmal y eterno. Sí, puede que Donald Cried sea una película de humor negro, o un drama cínico, pero ante es uno de los films más terroríficos de los últimos tiempos retratando todo una generación de almas perdidas, de seres humanos arrojándose a un abismo de soledades e incomprensiones no compartidas.