El surgimiento de la Gran Ciudad, de la metrópolis, dejó atrás toda una forma de vida consolidada a favor de un nuevo concepto que lo invadiría todo: la velocidad. Todo aquel que no se amoldara a ese nuevo dinamismo quedaría invalidado en el quehacer diario de la urbe. El cuadro La ciudad se levanta (1910) de Boccioni, así como todo el arte futurista, ya comenzaba a dar señales de esta nueva aceleración. Una nueva concepción del espacio y del tiempo que rompía todos los esquemas diseñados a lo largo de tiempos pasados dieron lugar al inicio de la Modernidad. A partir de esos primeros años de instauración de este nuevo orden la rapidez y la división entre la sociedad que se quedaba atrás y la que advenía con fuerza no hicieron más que acrecentarse con el paso de las décadas.
El gruñón (Dome Karukoski, Finlandia) sitúa esta escisión entre lo nuevo/viejo y urbe/aldea en el centro de su atención. Un anciano que ha desarrollado toda su vida en un pueblo se ve obligado a desplazarse durante un fin de semana, debido a un accidente doméstico, a la gran ciudad con su hijo y su nuera. En el transcurrir de estos días es cuando se hará evidente esa dicotomía de la que se viene hablando y sobre la que pivotará toda la historia. El hombre rural no es capaz (o más bien se niega a ello) de acostumbrarse al nuevo ritmo que se le impone, teniendo todo tipo de incidentes tornados en chiste con aparatos que hoy en día son de uso habitual. La familia urbana, en cambio, no logra entender que el anciano se encasille por su voluntad y por su irritante empeño en un pasado que le priva de comodidades. La confrontación entre estos dos modos de vida tan opuestos dará lugar a una tensión entre ambas partes que será aprovechada por Karukoski para desplegar ante el espectador todo un armamento hilarante de recursos bufos.
Que el director refleje estas dos posibilidades de afrontar la existencia contemporánea deformando la imagen en un espejo distorsionado ayuda a que la crítica a las resistencias del hacer de cada uno haga un mayor efecto en el público. El espectador, se identifique con una o con otra representación paródica de un estilo de vida, se encontrará ridículo. El torpe manejo del cepillo de dientes eléctrico o del móvil, así como su grosería, resultan igual de disparatados que la necesidad de bienestar y desahogo de la familia de la capital. En otras palabras, Karukoski no está pretendiendo defender ni posicionarse en una u otra forma de proceder. Está, por el contrario, satirizando de manera continuada el excesivo nivel de estupidez en el que ha desembocado esa dualidad de la que se habló en los párrafos precedentes. Una división entre dos mundos que ha eliminado cualquier tipo de integración del uno en el otro. El finés, por lo tanto, está manifestando una postura de reciprocidad entre ambos mundos. Es decir, que los hijos aprendan de sus padres y viceversa.
A fin de cuentas, El gruñón es una película que surge en un momento en el que hemos olvidado que otras formas de vida son posibles y en el que todas nuestras actividades están tomando una dirección unívoca. Es oportuno, a su vez, que la temática sea abordada de manera cómica. El uso del chiste, aunque exagerado y reiterativo, puede desencadenar en el espectador ese descanso posterior a la risa en el que es más fácil pensar y valorar lo que las imágenes y el discurso te están diciendo más allá de la mera chanza. Es la ruptura lógica que produce lo cómico y que nos propone con insistencia Karukoski la única trinchera en la que nos podemos proteger del exceso de racionalidad, tensión y tirantez del mundo moderno. Divertida y reflexiva, El gruñón, aunque cargante por momentos, es una obra precisa y apropiada.