La reivindicación del papel de la mujer egipcia se hace más que presente en este filme de Mohamed Hammad, que con su paso por Locarno presenta su primer largometraje. Desde la visión de Iman, vemos cómo esta hace lo posible para ayudar a su hermana Noha a convencer a uno de sus tíos, tras la muerte de sus padres, para que haga presencia de cara a su matrimonio y a la aprobación de este.
Este es en apariencia el único conflicto latente a lo largo del metraje. El revestimiento que envuelve todo lo demás está adornado con una fotografía que enfatiza los detalles, un riguroso sentido cronológico del relato y un aprecio por el cine más naturalista y documental. La cotidianidad centrada en dos mujeres, y con más énfasis en Iman, la hermana mayor, aporta a veces pistas para el sentido tanto de la historia como de los personajes, nos habla de ellas y de su trabajo, sus costumbres y quehaceres más caseros, pero extendido quizás en demasía se puede percibir como un intento de alargar la película a base de esta cotidianidad que, tal vez porque es demasiado banal en repetidos casos, es más difícil de rebatir el aporte general que pueda tener. Esto, sumado a que el gran drama no se presencia tan dramático como se nos quiere hacer creer (atención, no se malinterprete: hay conflicto, pero no con el peso que tal vez debería) hace que el conjunto lleno de acciones cotidianas quede sustentado sobre una base poco sólida de conflicto y la tragedia no nos sobrecoja como debería un relato de este estilo.
Hay una especial insistencia en reflejar la vida de Iman a través de una mirada externa, incluso voyeurística. Esto no se da en todas las situaciones en las que aparece la protagonista, sino sobre todo en la pastelería en la que trabaja. En muchas ocasiones vemos a esta desde un punto de vista lejano, tembloroso y dubitativo, donde los espejos tienen gran cabida (tanto en la imagen como a través de ella), y nos posicionan como observadores externos e incluso cómplices de algún mal del que estamos obligados a ser partícipes.
Cabe mencionar también la feminidad de una película realizada por un hombre, donde los conflictos principales y los detalles cotidianos están tratados con una perspectiva tal vez poco común desde un punto de vista masculino, aunque con gran esmero y resultado. El ritmo, el tono y la atmósfera sí que se nos hacen familiares si hemos visto películas enclavadas en la zona de Oriente Medio, no necesariamente egipcias pero sí iraníes, saudíes o incluso turcas, donde el talante es con frecuencia pausado, con largos espacios para la reflexión y un profundo sentido del deber cultural y religioso.
Vemos presente también un estricto sentido metafórico de las acciones, y un simbolismo que se otorga a partir de objetos o animales. La presencia de los cactus en la terraza al principio o la continua insistencia en los cambios en la mascota de las hermanas, una tortuga, son algunos ejemplos de cómo se nos quiere hablar mediante las imágenes en un sentido más directo aunque poético, dejando que el espectador ate cabos por sí solo a partir de la unión entre unas escenas y otras.
En conjunto, Withered Green se elabora a partir de una sutilidad conspicua, de la cual estamos obligados a participar para desentrañar el significado último del conjunto, y por la cual nos vemos tal vez decepcionados cuando estamos destinados a aceptar tal ejercicio de purificación y minimalismo que nos hace concentrarnos en puntos tan decisivos como escasos.