El recurso estilístico como fuente discursiva o el discurso como moldeador de ese rasgo definitorio. Sea como fuere, y antes de que el cine de Lafosse tomara una conciencia formal absoluta —algo que, como todo cineasta, ha desarrollado y pulido con el tiempo—, el belga elevaba en su ópera prima una voz que demostraba mayor propiedad de lo que podrían resultarlo esa serie de formas, reclamos o medios procesados precisamente para atraer una mirada no solamente ante un prisma, sino también ante el despliegue de recursos necesarios para enarbolar la propia disertación.
En efecto, no se puede negar, el autor de Perder la razón ha adquirido una depuración capaz de transportarle a otro terreno, aunque en el fondo los asuntos a dirimir no se hayan alejado de un mismo plano, y si bien ello ha conllevado al descubrimiento de uno de los autores más interesantes de su cinematografía, es verdaderamente ante la desnudez y osadía de sus primeras imágenes donde mejor se apreciaba una senda tan particular como propia es su voz. Así, si algo desvela su ópera prima, Folie privée, eran una serie de temas y razonamientos que cobraron una amplitud más vivaz y rabiosa que nunca ante la dirección y recorrido de una cámara sin complejos, una fotografía cruda, de inevitable granulado y una ausencia de ornamentos precisamente presto a una dramatización más palpable y descarnada.
No es que con el tiempo, las disecciones ejercidas por Lafosse sobre el influjo del seno familiar como núcleo desintegrador del propio individuo hayan perdido ni mucho menos fuerza, más bien que el carácter primigenio y entero de estampas que recorrían la obra que nos ocupa los ponían al desnudo de la forma más franca y latente de todas: a través de una inmersión desprejuiciada en el celuloide. De este modo, ya no se trata de obtener en Folie privée un relato con el cuerpo y madurez que han obtenido posteriores obras del belga, sino más bien de poner de manifiesto unas inquietudes evidentes a través de la más sencilla de las crónicas, armándola sin embargo de un nervio impreso en sus imágenes, en sus llanos pero certeros espacios, en su carencia de, y especialmente, en la rabiosa descripción de unos actores llevados al límite, como si imprimir el pedazo de vida pensado por Lafosse —y Cuppens, protagonista para la ocasión— fuese más una cuestión de supervivencia que la simple y huera dramatización de un hecho ajeno.
Esa ‹folie privée› —traducido como locura privada— a la que atiende el título hace, pues, referencia a un estado prácticamente de descomposición que no únicamente se obvia en la raíz del relato o al destino de unos personajes cuya paradoja —la de la (auto)destrucción— parece anticiparse mucho antes de lo previsto, también lo hace en la decadencia de una mirada dispuesta a ser llevada hasta las últimas consecuencias sin por ello pervertir el sentido intrínseco de su perspectiva. La familia, eje vertebrador capaz de derruir ya no sólo lazos, sino también la propia figura, el individuo, continúa siendo explorada por Lafosse casi 15 años más tarde, pero quizá aquello que se podía entrever en films como Élève libre y terminaba por destaparse en la ya citada Perder la razón, encuentra una amplitud distinta, incluso más agónica —algo que encaja mejor con el prisma de Lafosse—, en una ópera prima que ya dejaba un tan necesario como veraz grito ahogado ante una (otra) familia descompuesta por su propia razón de ser: compartir algo que nunca se tuvo —fue ficticio— frente a la necesidad de una silueta cuyas necesidades se sobreponen al significado único de ese término tan descarnadamente descrito por Lafosse.
Larga vida a la nueva carne.