El mayor logro de 600 millas (y aquello que, probablemente, más la define) constituye también su principal talón de Aquiles: una estética fría, distanciada y reacia a cualquier tipo de adorno o floritura que, por esto mismo, sabe presentar la acción ante el espectador de una forma profunda e inquietantemente realista; sin embargo, esta misma estética, o varios de los patrones de estilo que la configuran (ausencia de música extradiegética, preponderancia del plano fijo y el plano secuencia, escenificación seca y brutal de la violencia, abundancia de tiempos muertos, recurrencia ocasional a la acción en fuera de campo…), corre el riesgo de convertir el poderoso estilo del cineasta en una derivación más o menos aplicada de ese cine de autor, gobernado por cierta asepsia formal y una tensión soterrada que estalla con calculado hiperrealismo en incómodos pasajes de violencia, que triunfa últimamente en los círculos festivaleros de rigor.
Así, el debut del hijo del gran Arturo Ripstein no bebe tanto del cine de su padre como del de su compatriota Michel Franco, no por casualidad productor ejecutivo del filme. Es decir, asume como modelo aquello que quizás empezó con Michael Haneke y su pulso quirúrgico para desentrañar la realidad, pero que ha continuado, con todas las matizaciones y las diferencias cualitativas entre unos y otros que se quiera, en la filmografía de una buena parte de discípulos no ya únicamente dentro de la esfera del cine mejicano (ahí están, aparte de Franco, las obras de Reygadas, Quemada-Díez o Gerardo Naranjo), sino dentro de la obra de otros muchos directores de distintas partes del globo (no cuesta detectar muchos de los rasgos descritos anteriormente en el cine de Maren Ade, Fernando Franco, Jaime Rosales, Yorgos Lanthimos, Lodge Kerrigan, Matteo Garrone, etc.). Quiere decirse, para cerrar este asunto, que la película de Ripstein llega en un momento en el que la forma elegida para transmitir la (minúscula) historia que la vertebra se ha convertido casi en una marca de fábrica de una variante muy concreta dentro del cine de autor, con la pérdida de frescura, sorpresa e inventiva que ello supone.
Ahora bien, sería injusto desestimar una ópera prima tan sugestiva por su mera adscripción a una determinada corriente estilística, sobre todo cuando la habilidad desplegada por Ripstein para trabajar sobre dicha corriente resulta innegable e incluso sorprendente, tratándose de una primera película. El turbio asunto del tráfico de armas entre EE.UU. y Méjico, que 600 millas pone sobre la mesa junto a otro jugoso tema de reflexión (la facilidad con que se pueden adquirir todo tipo de armas en la tierra del tío Sam), sirve básicamente para que Ripstein ensaye su acerado naturalismo cinematográfico, en el que momentos de calma tensa van fraguando una atmósfera opresiva y desasosegante que acaba estallando, con frialdad y contundencia, en aleatorios momentos de violencia. Este enfoque observacional, en el que el espectador contempla con cierta distancia la progresiva angustia que atenaza a los dos personajes protagonistas (un competente Kristyan Ferrer y un sobrio Tim Roth), refuerza la fascinación estética que emana la película en sus mejores momentos, aquellos en los que el silencio y el plano fijo se alían para llenarlo todo de incertidumbre e inquietud (verbigracia, en las estupendas escenas que acaecen en la cocina y en el baño en el que permanece esposado Tim Roth, brillantes en su despojamiento y minimalismo).
Si 600 millas, pese a algunas bajadas de atención que lindan con el aburrimiento, logra consolidarse en valioso (aunque poco original) ejercicio de estilo en torno a la fragilidad y peligrosidad de la vida criminal en la frontera, se queda algo corta en su examen de las particularidades que rodean a su principal tema de estudio, prefiriendo, en última instancia, tanto priorizar un relato de confianza-desconfianza entre contrarios destinados a entenderse (el novato atrapado en una maraña familiar de delincuencia y el agente experimentado de la ATF de misteriosa personalidad), como apostarlo todo a la denuncia por la vía del realismo. Sea como fuere, ofrece más veracidad ambiental que detalles concretos que permitan profundizar en una problemática grave que afecta tanto a mejicanos como a estadounidenses. Por fortuna, sabe jugar la carta de la sutileza y de la ambigüedad, dejando desconcertantes zonas de sombra que enriquecen la experiencia de la película, así como filtrando algo de calidez emocional en los parcos diálogos que intercambian Roth y Ferrer. Detalles estos que, aparte de apelar a la empatía del espectador, aportan algo de luz a un relato particularmente oscuro y deprimente, especialmente en un último tramo tenso y agobiante que golpea al espectador con las armas del citado hiperrealismo. Terrible, frío hiperrealismo.