Si nos paramos a pensar detenidamente en la relación con el mundo del celuloide de ese icono del guión de cómic que es Alan Moore, sólo recordaremos palabras llenas de odio e ira homicida hacia los, según él, criminales que adaptaron a la gran pantalla sus obras más emblemáticas. Tal vez —o no— haya sido este resquemor lo que le haya impulsado a seguir los pasos de ese otro gran genio —más sobre el papel que en pantalla, todo sea dicho— que es Frank Miller, abandonando la narrativa sobre viñetas para pasar a contar historias detrás las cámaras.
El mediometraje Jimmy’s End, y su prólogo en forma de cortometraje Act of Faith, suponen el debut cinematográfico —al guión y la co-dirección junto a Mitch Jenkins— del Barbudo de Northampton; dos piezas absolutamente dispares entre si en cuanto a tono y estilo —y calidad, bajo mi humilde punto de vista—, interconectadas formando un conjunto heterogéneo del que se puede extraer como gran punto en común el mimo empleado a la hora de generar unas atmósferas que se convierten por méritos propios en el gran atractivo de ambas obras.
Act of Faith conforma la parte más terrenal y común del díptico; lo cual se extrapola a la realización, el tipo de historia que cuenta y las pretensiones de la pieza. Moore sólo necesita una actriz —correctísima Slobhan Hewlett— y una localización para construir un relato cuya sencillez radica tanto en lo estrictamente académico de su guión —siguiendo a rajatabla una estructura clásica de cortometraje—, como en su temática, centrada en la exploración de los placeres más mundanos y, por qué no, algo retorcidos del ser humano.
A la interesante propuesta de Act of Faith hay que sumarle una atmósfera oscura, algo opresiva y tétrica por momentos —contrastando con la selección musical y generando sensaciones bastante peculiares—, que otorga a la primera incursión de Alan Moore en el medio audiovisual el calificativo de “obra a tener en cuenta” para todos los amantes del género que, si bien no se plantarán frente a un ejercicio brillante, si sabrán encontrarle esos pequeños detalles que lo hacen despuntar en algunos momentos.
Si observamos el conjunto y nos detenemos a analizar brevemente la correlación entre Jimmy’s End y su prólogo, poco —o nada— es lo que comparte este mediometraje con Act of Faith a excepción de un personaje cuya transición entre ambas historias servirá de elemento principal para dotar de coherencia al peculiar universo que se nos plantea.
Se acabó lo mundano, se acabó la sencillez. En Jimmy’s End ese sello marca de la casa Moore que es el esoterismo se convierte en seña de identidad. Así pues, el de Northampton nos introduce en la que es su visión del Purgatorio; un club nocturno sumido en una atmósfera triste y deprimente, y repleto de personajes extraídos del más grotesco de los repertorios; desde payasos con serios problemas emocionales, hasta pin-ups obesas, pasando por un dueto de cuerda interpretando una de las más decadentes —y desafinadas— piezas musicales que podamos recordar.
Y aquí se queda la cosa, porque aparte de esta descripción del espacio a través de los ojos de James, nuestro protagonista, cuyo estilo nos lleva al evidente y fácil símil con el David Lynch más surrealista, poco más tiene que ofrecer Jimmy’s End. Detrás de su lograda y enrarecida ambientación, y de su aceptable —que no original— imaginario visual, sólo queda una sucesión de escenas excesivamente dilatadas donde el onirismo es la única baza a jugar.
Como siempre, en este tipo de productos, la opinión a la hora de ejecutar un juicio estará condicionada por la receptividad del espectador a este tipo de narrativas. Y me disculparéis, pero soy un hombre bastante simplón en según qué aspectos, y necesito algo más que una buena atmósfera —aunque esté tan bien construida como en este caso— para captar mi atención.
Pese al contraste, los altibajos y el extremado contraste entre Act of Faith y Jimmy’s End, el desflore de Alan Moore cinematográficamente hablando es, como poco, interesante; y posee esa característica que hace que seas consciente de que estás ante algo grande. Y es que, aunque te guste o no, no te deja en absoluto indiferente.