Pozoamargo (Enrique Rivero)

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Pozoamargo es una pequeña localidad de Castilla-La Mancha, pero, tal y como la imagina el mejicano Enrique Rivero, bien pudiera ser un estado del alma, uno de esos lugares imaginarios que traducen el interior de un hombre atribulado en un exterior árido y violento, o, sencillamente, un purgatorio terrenal en el que expiar todos nuestros pecados. Utilizando, con fines metafóricas y simbólicos, imágenes y estampas arquetípicas de la vida rural (los animales atrapados, los oficios religiosos, la matanza del cochino), y conjugando, con notable armonía y sentido, belleza, fealdad y misterio (un poco en la línea del cine de su compatriota Carlos Reygadas), Rivero propone una meditación sobre la culpa marcada por la singular aspereza del entorno y por su empeño en equilibrar el martirio físico y el espiritual y moral. De este modo, sorprende la franqueza con la que muestra la putrefacción corporal causada por la innombrada enfermedad que porta el protagonista, si bien lo que parece primar en última instancia es el estudio de una conciencia castigada por los remordimientos. Huyendo hacia adelante, nuestro hombre se trasladará de Méjico a esa remota porción de terreno mesetario para perderse y enterrar su culpa entre tierra y gente anónima y extranjera, sólo para experimentar lo contrario, un enfrentamiento a pleno sol con sus propios demonios.

La idea del fugitivo que, en su huida, carga a sus espaldas con el peso de una culpa vergonzosa, no es ciertamente la más original del mundo. El interés de esta película habría que buscarlo en su estilo tercamente contemplativo, en la sequedad de su narrativa (en la que hay espacio para la sugerencia y el extrañamiento) y en el inteligente uso de una geografía que no está ahí sólo para certificar el talento cinematográfico de su autor (hay planos de una gran belleza formal), sino para ilustrar el vía crucis interno del patético personaje central (un estupendo y osado Jesús Gallego). En su búsqueda de una voz particular, Rivero cae quizás en el error de forzar demasiado la verosimilitud de lo narrado: por una parte, recurre, con éxito relativo, a actores no profesionales para cargar de naturalismo el relato, consiguiendo lo contrario, que determinados momentos se sientan un tanto artificiosos; por otra parte, las dosis de misterio de que hace gala la película chirrían con algunos diálogos demasiado explícitos, donde los personajes discuten sobre la culpa y el perdón abiertamente, subrayando lo que las acciones y los rostros de los personajes ya nos estaban comunicando.

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Rivero contrapesa estas debilidades con un discurrir narrativo caracterizado por la precisión, la ambigüedad ocasional (hay tramas apenas insinuadas, como la de la camarera, y personajes cargados de sombras, incluido el del protagonista) y el influjo de lo onírico, especialmente cuando la cinta vira al blanco y negro en su ecuador (en una escena clave) y, sinuosamente, se adentra en territorios más abstractos y fantasmagóricos; hasta el espacio, ahora transmutado en pueblo espectral y sin nombre donde gobierna la mala conciencia, se vuelve más difuso y sugiere la idea de haber traspasado el umbral de la realidad para hurgar en algo que es (más aún si cabe que antes) pura alegoría. Es una lástima que el rigor que Rivero imprime a la película no consiga capturar del todo nuestro interés. Ni personajes atractivos como el de Natalia de Molina (aunque, en el fondo, esa lolita atrapada en un ambiente conservador/represor nos resulte familiar), ni las puntuales incursiones en el sexo y la violencia, ni el magnetismo de esos paisajes de desolación, consiguen desgajar al relato de cierto componente de tedio que, no lo niego, rima con el hastío existencial del lugar, pero también hace que la película se vuelva algo monótona y pierda fuerza y capacidad de fascinación conforme avanza.

En cualquier caso, se impone la curiosidad por desentrañar el dolor de un personaje hermético y difícil, al que Rivero filma con una honestidad brutal, sin pudor ni remilgos, convencido de poder penetrar en su esquiva psicología y hacernos empatizar con su virulento sentimiento de culpa. En Pozoamargo, bajo su sol abrasador, sobre sus extensos y yermos campos, la culpa y la vergüenza se arrastran ante los ojos del espectador, al tiempo que el autor de Parque Vía firma una obra exigente, alucinada y sugestiva que, errores al margen, merece ganarse la atención de ese tipo de público que busca como agua de mayor experiencias cinematográficas diferentes y poco o nada complacientes.

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