El pasado 2013, Jeremy Saulnier dio a luz, bajo el título de Blue Ruin, uno de esos pequeños grandes milagros que dejan huella, prácticamente sin hacer ruido, en el extenso y competitivo panorama cinematográfico. El austero y turbador thriller de alma «neo-noir», financiado con mucho esfuerzo, sudor, y una eficiente campaña de «crowdfunding», fue justo merecedor de alabanzas a lo largo y ancho del globo, recogiendo premios en festivales como Cannes, y situando al realizador norteamericano entre los autores independientes emergentes más relevantes de los últimos tiempos gracias a una típica historia de venganza que se logra sobreponer a lo tópico de su premisa mediante un tratamiento de la violencia de lo más sugestivo, jugando con una terrorífica cotidianeidad, y envolviéndolo todo con un árido y singular lirismo.
Con Green Room, Saulnier abandona totalmente cualquier retazo de la poesía y sutileza que se alzaron como sellos de identidad de Blue Ruin para abrir paso, con la delicadeza propia de un machetazo en la caja torácica, a una montaña rusa descarnada y extenuante cuyas bajadas y subidas conforman un brillante thriller de supervivencia tan furioso y contundente como el repertorio de los Ain’t Rights: la banda punk sometida al asedio de un grupo de neonazis que protagoniza el largometraje.
Podría afirmarse, sin lugar a equivocación alguna, que Green Room es un filme absolutamente anacrónico, heredero de una época enmarcada hace ya tres décadas, y de la cinefilia de un Saulnier que no se avergüenza en ningún momento de dejar patente en su obra el sello de sus principales referentes. Por un lado, la crudeza de su estética y el despliegue de una violencia sin concesiones, explícita, y en absoluto festiva evidencian parte del código genético de un Paul Verhoeven presente en la trayectoria del cineasta desde sus primeras andanzas con una videocámara a principios de los noventa; por otra parte, no se hace complicado atisbar la sombra de cintas como La presa, e incluso El tiempo de los intrusos, ambas de Walter Hill.
No obstante, es el cine del eterno John Carpenter, quien está sirviendo de inagotable fuente de inspiración a numerosos directores de género independientes como Adam Wingard o Jim Mickle, el que sienta las bases sobre las que se erige Green Room. Su premisa absorbe por completo la esencia de Asalto a la comisaría del distrito 13, imitadora a su vez del Río Bravo de Howard Hawks, cuya nieta espiritual ha transformado a los peligrosos indios en una horda de fascistas capitaneada por un aterrador Patrick Stewart capaz de helar la sangre con tan sólo una mirada sostenida.
Esta hibridación de referentes, traducida en un angustioso juego del gato y el ratón, funciona a la perfección en su cometido de mantenerte al vilo del asiento durante sus fugaces noventa minutos, ya no sólo por su magnífica gestión del suspense y la decisión de emplear la sorpresa y la imprevisibilidad como principales recursos narrativos, convirtiendo cada muerte en un puñetazo en el estómago fruto de la ausencia de anticipación. Lo que convierte a Green Room en la experiencia más intensa que haya podido experimentarse en una sala de cine en los últimos tiempos se debe a una de las máximas de Jeremy Saulnier al construir sus historias: «trata a cada uno de tus personajes como si fueran un ser humano real». Los componentes de Ain’t Rights lloran, sufren, tienen miedo, esperanza y, desde el patio de butacas, compartimos todas estas sensaciones con ellos, implicándonos inconscientemente, y haciendo que nos importe que salgan con vida de una noche infernal anticipada con una inteligencia envidiable en el plano de apertura de la película, donde el vehículo de los protagonistas toma un desvío involuntario del camino principal.
Esta proeza llamada Green Room se alza con el nada desdeñable galardón a la cinta más salvaje y rabiosa —y, por ende, divertidísima— que podamos disfrutar, gracias a su desenfadado y extraordinariamente dirigido cóctel de gore explícito, violencia sin cuartel, punk a todo volumen y una habilidad impensable para coger al respetable con la guardia baja y dejarle completamente sin respiración. Un clásico instantáneo que, con el paso del tiempo, será recordado del mismo modo que hoy día hacemos con cintas de culto como The Warriors o la propia Asalto a la comisaría del distrito 13.