El documental suele ser un arma de doble filo. No sólo empleada por el propio documentalista, sino para el documental en sí mismo. El hecho de realizar un documental conlleva consigo cierto posicionamiento y la posibilidad de que el espectador piense en términos de subjetividad/objetividad. Sin embargo, el cineasta tras la cámara busca por norma general desubicarse de cualquier juicio, aunque termine siendo inevitable relacionar su obra con una postura u otra en la mayoría de ocasiones. Por poner un ejemplo, Tony Kaye recogía en Lake of Fire distintos testimonios en torno a la temática del aborto y construía un discurso que incluso iba más allá, pero al terminar el film uno podía asociar ciertos episodios a una postura concreta, por mucho que Kaye no se manifestase en abierto.
Es ese el motivo por el que precisamente sorprende encontrarse con un documental como 5 cámaras rotas. Tampoco llevemos a engaño: Guy Davidi y Emad Burnat (director y cámara respectivamente, aunque sea lógico que este segundo —responsable de prácticamente todas las imágenes de la cinta— aparezca en los títulos de crédito como director, puesto que las decisiones en la toma le correspondieron) no es que busquen ser más o menos objetivos, es que simplemente retratan la realidad tal como la ven, y desde la perspectiva que perciben toda esa información.
Que esa perspectiva nos lleve al lado palestino del conflicto, es lo que condiciona una visión subjetiva en su totalidad sobre un enfrentamiento a cuyas raíces asistimos a través de los ojos de una población civil que vive tranquilamente en sus casas y (en parte) de sus olivos hasta que los soldados israelíes deciden aposentarse en su territorio para levantar nuevos asentamientos, hecho que inicia una nueva disputa en la comunidad donde reside Emad Burnat.
Mediante sus cinco cámaras, que describen periodos bien distintos, vamos siguiendo la evolución de ese conflicto y el modo en como los propios palestinos intentan evitar ese aposentamiento israelí empleando ardides que parecen poder amparar el hecho de continuar en esas tierras (como esas construcciones de hormigón —un material que no se puede retirar una vez realizada la construcción— en mitad del terreno a las tantas de la madrugada con tal de no perder lo que es suyo), pero que siempre terminan siendo desmantelados por los soldados israelíes: de nada sirve dejar un contenedor en mitad de los olivares o incluso encerrar gente en su interior… ninguna solución parece definitiva para detener un interminable avance.
Lejos de lo que podría parecer, Burnat no emplea la cámara únicamente como elemento para documentar sus vivencias con respecto a la situación que vive el pueblo palestino. También lo hace como forma para preservar la memoria de un pueblo que cada vez se ve más contra las cuerdas en mitad de ese eterno dislate que supone el asentamiento israelí. No hay, pues, tanto una intención de documentar (que también), sino más bien de capturar el momento y observar como tanto entorno como familia intentan proseguir con sus vidas rodeados de algo que en realidad les atañe en mayor grado de lo que debería.
Burnat sostiene de ese modo que cada uno de sus hijos nace y crece supeditado a unas condiciones que, hasta cierto punto, determinarán lo que en el futuro pueda llegar a ser ese infante. Concretamente, el cámara decide seguir los pasos de su hijo menor y observar como se desenvuelve, aunque siempre a través de esa mirada límpida y transparente que huye de atavíos y deja el drama captivo en las imágenes. Para Davidi y Burnat no es necesario añadir una banda sonora (en pocas ocasiones la hay, pero no deja de ser música autóctona sin mayor intención que la de acompañar el relato), puesto que el propio drama vive y se nutre de las imágenes.
5 cámaras rotas se podría considerar como un documental no tan sólo necesario, sino tenaz en el uso de sus formas y en la asunción de un discurso de lo más interesante que completa un film a través del cual observar las consecuencias humanas en su espectro de mayor amplitud: aquí ya no se trata sólo de cadáveres o injusticia, se trata también del hecho de marcar a fuego unas vidas que difícilmente podrán ser recompuestas, aunque siempre vayan a quedar testimonios como los de Emad Burnat y su(s) valiosa(s) cámara(s).
Larga vida a la nueva carne.