Tras el éxito cosechado en los circuitos internacionales con su espléndida Bushido y después de realizar una película muy personal que tocaba temas muy arriesgados como A Story From Echigo, el maestro Tadashi Imai —sin duda uno de los realizadores indispensables de la cinematografía japonesa— decidió retornar a los temas y ambientes que tan bien se amoldaban a su forma de concebir el cine. En este sentido Venganza de sangre se alza como una rara avis dentro de la ingente cantidad de películas acerca del Japón Feudal y sus legendarios samurais que inundaron las pantallas del País del Sol Naciente tras el éxito sin precedentes que obtuvo Los Siete Samurais de Akira Kurosawa. De hecho, la cinta cuenta como guionista nada menos que con Shinobu Hashimoto, colaborador habitual de Kurosawa para el que escribió los guiones de Trono de Sangre, Ikiru, Rashomon y de la propia Los Siete Samurais, punto que denota el carácter distinguido, poderoso y subliminal que desprende la obra dirigida por Imai.
Partiendo de estos ingredientes, lo primero que he de resaltar de la película es que pese a su pertenencia al género chambara y su título agresivo y vigoroso, Venganza de sangre es sobre todo un melodrama social que contiene una inteligente y afilada denuncia contra los perversos efectos que el seguimiento irracional de los códigos de honor y convencionalismos aceptados acarrea a sus desgraciados e ingenuos miembros. Porque quienes busquen una cinta que apueste por la acción sin freno y por las perfectas coreografías filmadas a katana armada, esta no será su película, pues las escenas de acción se concentran en los últimos veinte minutos del film —eso sí, un capítulo inolvidable y contundente, de esas secuencias de acción que quedan grabadas en la memoria por su fiereza y espectacularidad—, apostando pues Imai por la insinuación, la poesía narrativa engarzada mediante unos portentosos flash back que dan un sentido lineal a una historia narrada de modo arqueado y fundamentalmente por una precisa y preciosa puesta en escena donde el simbolismo y la alegoría campan a sus anchas permitiendo así que el espectador sea consciente de la inutilidad y el sinsentido de los actos que persiguen y condenan a un destino fatal a las dos estirpes protagonistas del film.
Imai abre su pintura mostrando a unos trabajadores entre brumas y niebla preparando una especie de circo donde tendrá lugar un acto de venganza ante los ojos de un enardecido público sediento de contemplar un derramamiento de sangre. Así el medio día del 10 de Julio de 1722 en este improvisado coliseum lucharán a muerte el vengador —un jovencito llamado Tatsunosuke Okuno— contra el retado —un samurai de clase baja llamado Shinpachi Ezaki— con motivo de saldar una vieja rencilla de honor familiar. Mientras se construye la cerca de bambú ante la supervisión del superintendente y las autoridades del paraje, los recuerdos de los diferentes personajes que se asoman al campo de batalla servirán para reconstruir, a través de diversos flash back, los acontecimientos y sucesos que provocaron la celebración de este acto de vendetta.
De este modo seremos testigos del punto que incendió el resquemor y el odio entre las dos estirpes protagonistas. Así, algo tan tibio y trivial como un simple comentario pronunciado por el primogénito de la familia Okuno —una saga de ricos y hacendados terratenientes— acerca de la suciedad presente en una lanza de guerra de la familia Ezaki, despertará la rabia de Shinpachi Ezaki, el hermano menor de una familia de samurais de clase baja quien se sentirá ultrajado ante la crítica vertida por el pedante y pretencioso Magodayu Okuno. Por tanto, sin respetar los procedimientos y protocolos legales para salvar este tipo de agravios familiares, Magodayu retará en duelo a Shinpachi, el cual aceptará el ofrecimiento, hiriendo de muerte al heredero de los Okuno a las afueras de un yermo lodazal.
Con el fin de tapar este suceso, las autoridades decidirán tachar a ambos contendientes como locos, desterrando a Shinpachi a un monasterio habitado por un sátiro y descreído monje budista que acogerá al condenado Ezaki como un discípulo al que inculcar sus doctrinas espirituales. Pero esta decisión salomónica no será aceptada por el segundo en el escalafón de la saga Okuno, el cruel y fiero Shume, quien decidirá dar rienda suelta a su sed de sangre convocando a Shinpachi a otro duelo a muerte en los alrededores del monasterio.
Pero de nuevo Shinpachi saldrá victorioso del desafío, eliminando al heredero de la fortuna Okuno. Este segundo asesinato será tomado como una traición por los funcionarios encargados de velar por la seguridad y la paz de los alrededores, quienes de común acuerdo con el primogénito de los Ezaki, tomarán la decisión de concertar un combate público entre el aparentemente trastornado Shinpachi y el bisoño y angelical hijo menor de los Okuno, un adolescente llamado Tatsunosuke. Un lance previamente amañado y en el que Shinpachi deberá sacrificar su vida sin presentar batalla para limpiar el honor de los Ezaki manchado con sus asesinatos cometidos en defensa propia. Pero… ¿será capaz Shinpachi de ofrecer su vida, caída en desgracia por los actos impuros y deshonestos cometidos por terceros ajenos a su recta condición, y no sucumbir a sus deseos de libertad y defensa de su dignidad?
Con estos mimbres argumentales, Tadashi Imai hizo gala de su particular estilo intelectual, tejiendo una perfecta y milimétrica historia de venganzas y deshonores, sin hacer recaer el eje central de su apuesta en la acción, sino situando la misma fuera de campo, enfrentando así la violencia extrema sita en segundo plano con la presentación, estas sí, en primer plano de las injusticias y atropellos padecidos por el sufrido Shinpachi Ezaki. Seremos pues testigos de la caída en los infiernos de una víctima del código de honor y del sistema totalmente podrido y corrupto presente en el Japón Feudal, encargado de castigar a los pobres y desfavorecidos en favor de un malentendido respeto a los clanes sitos en lo alto del escalafón social.
El autor de Bushido cinceló una película terriblemente violenta e incómoda, pero sin emplear ningún tipo de recurso obsceno o expresivo. Puesto que la violencia en Venganza de Sangre se observa con una escalofriante distancia, en virtud de recursos tan inteligentes como situar la acción fuera de campo u ocultada detrás de puertas y paredes. Y es que Imai trata de aniquilar la violencia escupiendo bilis y trazos de denuncia contra el ensalzamiento de la crueldad y la sangre como concepto de belleza visual. Así, los pocos combates coreografiados por Imai serán trazados con una brocha muy gorda, sucia y repelente. Los duelos a espada son imperfectos, temerosos y bochornosos, como lo son la propia muerte estimulada por un ridículo acto de deshonor. Destaca por su patetismo y realismo aterrador, ese duelo final en el circo construido artificiosamente por las autoridades del pueblo. Imai rodó con un talento descomunal un combate de más de 15 minutos, mediante la combinación de unos hipnóticos travellings conjugados con esos deformes zooms muy de moda en los sesenta, exhibiendo en primerísimos planos la locura que detenta la muerte y el olor a sangre que salpica con cada golpe de espada. La demencia y enajenación será así observada a través de los ojos de un Shinpachi totalmente ido de su cordura ante el bochornoso espectáculo montado por sus familiares y amigos. Un absurdo filmado por Imai con la precisión de un cirujano dando muestras de su pericia y maestría, desechando la falsedad de la música para adornar el ambiente con los únicos sonidos de los jadeos y gritos que ornamentan cada segundo, forjando así con este lance final una especie de pesadilla emanada de un cuento de terror y de fantasmas que acecha nuestra consciencia en mitad de la noche.
En este sentido Venganza de sangre se destapa como una fábula moral de primera magnitud así como una de las mejores películas de samurais y venganza jamás filmadas. Y ello obedece a la inspiradora apuesta de Imai por hacer descansar su obra en los diálogos y en una precisa y muy elegante fotografía en la que se distingue el gusto reposado y pictórico de uno de esos autores que aprendieron el oficio de narrar bajo los designios de los viejos maestros de la escuela japonesa. Porque Imai se decantó por hilar una obra desprovista de fuegos de artificio, plasmando por contra un retrato crudo y fidedigno con la intención de revelar las anquilosadas estructuras de poder y gobernación existentes en el Japón tradicional, aún presentes en la era contemporánea de una nación que a pesar de abrazar nuevos vientos surgidos de occidente, seguía cayendo en las mismas trampas de perversión y crueldad conocidas desde tiempos ancestrales. Sin duda, esta es una de esas películas que engrandecieron con brumas de gloria ese cine de samurais japonés que se inspiraba en el hecho feudal para lanzar sus verdaderas intenciones de denuncia social.
Todo modo de amor al cine.