MI rey, el amor es tan subjetivo como la persona que lo vive, y más cuando la propiedad gana terreno en esto del «amour fou». Existen tantas historias de amor como películas, y todas, vistas desde fuera, son una oda al intrusismo personal que en algún momento nos lleva a recordar vidas pasadas.
Maïwenn comienza Mi amor con un lanzamiento rabioso al abismo, rompe a la protagonista con la única intención de anunciarnos que los símiles son los que sustentan esta historia. El ahora y el siempre se cruzan en una pequeña charla sobre el porqué de nuestros actos y la influencia que tiene hasta el más nimio cambio sobre nosotros y los que nos rodean. Lo primero es resquebrajar la rodilla de Tony, un diminutivo masculino y potente que esconde otro femenino, desesperado y aristocrático, Marie Antoinette, para poder arrojar algunas frases de manual de psicología sobre el significado de esa lesión y así ofrecernos un barrido por la vida de esta mujer.
Ella es Emmanuelle Bercot que aquí corrompe su figura personal y física para sufrir todas las fases de una relación explosiva con dos personalidades extremas. Porque un día se cruza con Georgio, un tipo recurrente, atractivo y desprendido, uno de esos hombres que ofrecen la fe ciega y entre tanta ceguera confunden el futuro, uno sin perspectiva. Si Bercot se come la cámara, Vincent Cassel no la deja sola y le da una réplica tan impetuosa como odiable, aunque está claro que nunca es capaz de defraudar con esa seguridad autoimpuesta.
Porque aunque otras personas se muevan entre ellos, los unan y separen por poderes, son ellos los que llevan la película, una de vestidos desgarrados e información vigorosa, que ofrece su lado más humano pero sin conseguir decantar nuestros halagos a esta pareja que funciona a latidos.
La relación que tiene ese aspecto arquetipado y perfeccionista de cualquier inicio pronto se convierte en una convulsa excepción, esa que la acerca a la realidad, por sus encuentros, y a la actividad novelesca, con esa rabia que no permite mantener el tipo en ningún momento y deja escapar al animal que uno lleva dentro.
Se habla de diferencias entre querer y amar. Aquí el amor se desgasta con facilidad, es una chispa que explosiona cuando ambos entran en contacto, y tanto fuego llega a extinguirse con cualquier pequeño soplo, por increíble que parezca. Al mismo tiempo hay algo más pesado que les une, algo irracional que les convierte en dependientes, y les hace partícipes de la palabra familia, que es un tema complicado de arrastrar por separado. Ella se va desencajando, convirtiéndose en una fiera irracional que se expresa tal y como vienen los problemas. Él se caricaturiza, se convirte en ese «rey de los gilipollas» que anunció ser en un principio y que no concibe la soledad como algo positivo.
Todas las fases que sufren estos dos amantes se ven salpicadas por la lenta recuperación de Tony. Maïwenn apacigua tanta emoción con una mirada madura que parece aportar la protagonista con el paso del tiempo. Nos avisa de la dificultad de pasar página, de la propensión al recuerdo, una reconstrucción de los hechos que inspiran la confianza del que repara un corazón roto por el tiempo. Tal vez sin las alusiones a la recuperación la película sería igualmente válida, pues son los actores los que con su indómita actitud traspasan la pantalla. Pero a veces parece que se necesitan añadidos para recrear un mundo nuevo. El amor es complicado, divertido y agotador, por eso seguirá aportando nuevas historias al cine que nos revelen un poco de nosotros mismos, una mirada a la pasión con la que se puede vivir una relación, siempre llena de matices.