Esta es una semana perfecta para recordar los westerns atípicos. Con el estreno de La Modista, donde se fusionaba western y glamour y el reciente estreno de Bone Tomahawk, nos adentramos en el mundo del western de terror, con dos películas indispensables para el subgénero: Curse of the Undead, dirigida por Edward Dein en 1959 y The Burrowers, el film de J.T. Petty que llegó en 2008.
Curse of the Undead (Edward Dein)
Si hay una mezcla de géneros tan poco habitual como apasionante es la que comprende las mixturas entre el western y el terror. Más conocido con el término weird western, que ya localizó en la literatura pulp significativos ejemplos, esta extraña fusión encuentra en Curse of the Undead una de sus primeras expresiones en cine. Dirigido en 1959 por el singular Edward Dein, el film lleva el mito del vampirismo, estamento clásico del terror, a una corriente tan claramente opuesta como el Salvaje Oeste. Es curioso observar como la película se produce en un interesante in pass del cine de terror, como es el que comprende los últimos coletazos del horror clásico de la Universal (no quedando muy claro si el film de Dein pudiera encuadrarse aquí) y el crecimiento de la británica Hammer. Su premisa no está tan alejada de las habituales ambientaciones en el sur de Estados Unidos de finales del siglo XVIII, ya que aquí se presenta el clásico contubernio entre duros terratenientes y caciques viviendo las discrepancias habituales de disputas de terrenos y otros factores. Pero, un hálito de misterio se presentará cuando una serie de extraños asesinatos hacia mujeres comiencen a atemorizar el lugar; la llegada, al mismo tiempo, de un curioso pistolero llamado Drago Robles no parece ser algo casual.
La película podría ser considerada hoy como una enorme rareza, pero dentro de su eminente poso fantastique hay varios factores clave para no olvidarla. El principal es su peculiar conjunción de géneros, que se produce con una gran naturalidad dentro de las propias aristas y lenguajes de ambos. Se encuentra una gran cantidad de elementos de lo que en ese momento se conjugaba como western clásico, como son sus habituales escenografías de desiertas calles, héroes perdidos, bares de aversión perpetua y la masculinidad imperante ante la indefensión de las pocas mujeres presentes. A pesar de que ya el western pretendía dramatizar una etapa importantísima de la propia historia de los Estados Unidos, estos patrones básicos eran dominados por una hostilidad imperante, cuyos conflictos funcionan como motor narrativo. Todo eso estará presente en Curse of the Undead, pero bajo el influjo de un ambiente de perturbación comandado por una atmósfera oscura y melancólica, que retrata con opresión su particular blanco y negro. En el segundo factor que añade cierta personalidad al producto se ayuda del peso icónico recae en la figura del personaje interpretado por Michael Pate aquí como el vampiro cuyo simbolismo aporta una lectura pocas veces arraigada al mismo, como es el que un individuo pueda convertirse en vampiro si se ha suicidado. Aún en el doble rol del vampiro encubierto, Pate ejecuta una curiosa interpretación que acaba engordándose del peso de la cinta, con su curiosa vestimenta (enteramente de negro, prácticamente) que huele a repunte estético muy interesante dentro de la propia singularidad del film.
Aunque en Curse of the Undead puedan detectarse rápidamente unas limitaciones artísticas propias la serie B de los 50, además de ciertas ideas algo imputables (como la posibilidad del vampiro de caminar a la luz del día, y eso que se expone en la trama su animadversión a ella) el director se centrará principalmente en aprovecharse no solo del enfrentamiento perenne entre las personalidades del Predicador Dan Young (Eric Flemming) y el oscuro Drake Robey de Pate, manifestado en un duelo final de curiosa resolución, sino también de unos planteamientos escénicos realmente destacables como el instante en el que una sombra de una cruz hace que el vampiro sufra de daños, o el momento en el que se descubre que un nicho es descubierto sin cuerpo, que disparará en tal circunstancia sus querencias hacia el horror. La película destaca enormemente por su equilibrio entre ambos géneros, donde el western clásico ve usurpada su habitual luminosidad por unos juegos de sombras y contrastes que lo elevan a una peculiar categoría donde, ante todo, las dos corrientes ven respetados sus clichés sin perder un ápice de identidad.
Escrito por Dani Rodríguez
The Burrowers (J.T. Petty)
Aunque el western ha mostrado una clara evolución desde que lo popularizaran los Ford, Huston o Mann, la mixtura nunca ha resultado una de las especialidades de un género que, si bien ha mostrado inquietudes distintas tanto en su auge como en su declive, ha preferido dejar de lado conceptos que lo habrían podido llevar a desvirtuar un carácter que ni siquiera perdió en escenarios tan complejos como el crepuscular o el spaghetti western. Así, y pese a aportaciones que le han situado en contextos tan distintos como el fantástico (El topo), el terror (podríamos recordar ejemplos recientes como el Vampiros de Carpenter), la comedia (Sillas de montar calientes) e incluso la sci-fi steampunk (aquel desbarre llamado Wild Wild West), el western ha estado arropado generalmente por un carácter que buscaba preservar distancias; buscaba, en definitiva, conservar una esencia que bien pudieran haber coartado unas mezclas tan extrañas como particulares. Quizá J.T. Petty buscase continuar ahondando en las raíces de un cine de género que ha seguido (hasta ahora) su carrera de principio a fin, o quizá sencillamente no escindir la naturaleza de un género (el western) tras el cual siempre se ha mantenido un cierto purismo, como si se tratase de una pieza germinal inseparable de su condición primigenia. Es así como se arma The Burrowers, un western de terror, sí, pero un western que se fragua a fuego lento, partiendo de ese inconfundible estilo (de panorámicas, trote y parajes desolados) y talante en los que hombres armados a caballo y desiertos cohabitaban urdiendo un firme vínculo.
Si en la reciente Bone Tomahawk (2015), S. Craig Zahler desposeía a uno de esos enemigos (que con el tiempo llegarían incluso a ser humanizados) naturales del cowboy de su carácter natural, tangible, J.T. Petty opta directamente por transformar ese enemigo congénito en una amenaza ilusoria: es decir, los personajes que transitan en The Burrowers en busca de una familia secuestrada lo hacen aludiendo a una figura conocida (la del indio), pero desconocen que en este caso se enfrentan a un desafío tan mortal para ellos como para los pieles rojas. Es así como partiendo de un temor hacia lo desconocido —que en realidad sienten al confrontar el desierto en una búsqueda poco o nada concreta—, Petty arma un film que bordea en todo momento el horror al que suele referirse su cine, desvelando poco a poco las constantes de esas criaturas, sin alejarlo de los anclajes típicos del western, como si lo que desarrolla el cineasta en el fondo no corrompiera ni forma ni esencia de aquello que conoce el espectador como far west, concretando así una propuesta afianzada en un terreno mucho más clásico de lo esperado.
Pero en The Burrowers no todo se concreta en la puesta en escena (o práctica) de un género interpelando a otro; más allá de todo ello está un cine interesado en atmósferas —de débil construcción pero omnipresencia— y los escenarios como culmen de un terror que se afianza en el detalle en lugar de optar por la decisión obvia y acomodaticia: entablar un diálogo grotesco afianzado en la mirada de un espectador más interesado en explorar otras formas de horror en lugar de las ya clásicas. Puede que ese sea el motivo por el cual The Burrowers haya mantenido su anonimato —algo que en su día sucediera con otros films que transitaban vías semejantes como Isolation—, o puede que el arrojo mantenido en su conclusión por J.T. Petty termine desinteresando miradas atraídas por resoluciones en lugar de un lúcido punto final que prefiere detenerse en un resquicio razonable a través del cual entender que el horror no empieza o termina donde inéditos héroes lo deciden, sino más allá de una razón que no atiende a sentimientos ni lógicas de ningún tipo.
Escrito por Rubén Collazos