Cofundador del Studio Ghibli junto con Hayao Miyazaki y el productor Toshio Suzuki, Isao Takahata es uno de los autores más personales que han surgido de la industria de la animación japonesa, y sin duda uno de los referentes vivos más importantes en su desarrollo de los últimos 50 años, desde que su estreno con Las aventuras de Hols, el príncipe del Sol, a pesar de resultar un fracaso comercial, sentara las bases de las obsesiones narrativas que terminarían definiendo el sello de Ghibli. Su —previsiblemente— última película, El cuento de la princesa Kaguya, tiene mucho de declaración final de un autor ya octogenario; es una pieza fuertemente enraizada en la personalidad autoral de Takahata y sus conexiones con el resto de su obra resultan evidentes, desde la influencia del folklore a las descripciones costumbristas, pasando por su historia sobre la libertad individual en un entorno limitante. Frente a la visión fabulística y eminentemente positiva de Miyazaki, su filosofía creativa da pie a una mayor heterogeneidad. No parece importarle que sus personajes alcancen un propósito, en ocasiones lo hacen y en otras simplemente no lo logran. Su enfoque se encuentra más en explorar las motivaciones y retratarles como parte de un contexto. Si en el cine de Miyazaki muchas veces es esencial llegar a un punto, en el de Takahata cobra especial importancia el instante.
Siempre a la sombra de Miyazaki —debido sin duda a su menor capacidad de conexión con el público, en especial el occidental, pero también a su irregular ritmo de trabajo y a lo arriesgado y endogámico de algunas de sus propuestas— desde que comenzó su andadura en Ghibli, la de Takahata es una trayectoria a descubrir, una de las más longevas y diversas en el panorama del anime. A pesar del renombre de La tumba de las luciérnagas, aún hoy algunos de sus títulos esenciales permanecen ocultos para el público occidental. Es el caso de la que nos ocupa en este texto, una película que puede considerarse seminal en muchos aspectos de las obsesiones que más tarde recrearía en sus obras de Ghibli. Basada en un manga de 1978 de Etsumi Haruki, Chie the brat supuso en su momento un notable éxito comercial en Japón, inspirando la creación de una serie sobre el mismo manga tan solo unos meses después y dirigida también por él. Su difusión al mercado extranjero, sin embargo, ha sido poco menos que nula desde su estreno, llegando solamente a las pantallas francesas en 2005.
La de Chie the Brat es una historia fragmentada, formada por retazos de la vida de una niña, Chie, que vive con un padre inútil e irresponsable en un entorno marginal de Osaka, en el que abundan las apuestas ilegales y las bandas de yakuzas. Está estructurada como una comedia con un estilo bastante centrado en el slapstick y con desvíos absurdos, en la que la personalidad íntegra de Chie se opone a las pillerías de todos los que le rodean, incluido —y especialmente— su padre, respondiendo a la crudeza de su vida diaria con reacciones violentas y observaciones sarcásticas que se encuentran entre lo más divertido de la cinta. De esta forma es como la narración nos introduce, mediante pasos erráticos y bajo la premisa del humor, en un contexto que es más dramático y perturbador de lo que parece. No hay duda de que esto no es casual: a pesar de su ligereza la película se toma en serio y no escatima en hacer referencia a un trasfondo durísimo. La relación entre Chie y su padre Tetsu es un catálogo de frustraciones, una vida familiar completamente desestructurada entre dos personas que no se entienden porque les falta un elemento esencial. Las conversaciones a escondidas de la niña con su madre, quien abandonó el hogar hace tiempo, reflejan un tono mucho más calmado, como si Chie necesitase esta evasión de su vida diaria, y al mismo tiempo apuntan a una situación emocional, un sentimiento de culpa mutuo entre ambos padres, que sorprende por su sutileza en una cinta como ésta.
En cualquier caso, quien espere la elegancia formal del último Takahata en esta película se llevará una decepción. Ésta es una historia brusca que se recrea en la estupidez de sus personajes y de las situaciones en las que se ven mezclados. Frente a la sutileza de su trasfondo dramático, Chie the brat es una obra que parece celebrar un sentido del humor grotesco y ruidoso, con ciertas ideas que podrían calificarse de infantiladas. En este sentido es especialmente notorio su giro argumental en la parte final, parodiando una historia de venganza familiar con gatos parlantes y con una inserción tan repentina en la trama que cuesta dilucidar incluso hasta qué punto se ha de tomar en serio.
Si esta mezcla absurda y en apariencia antagónica funciona, es en gran medida por el personaje de Chie. Rodeada de idiotas entrañables pero al fin y al cabo idiotas que suponen una terrible influencia, la personalidad de la niña destaca por la madurez con la que se enfrenta a todo, su inteligencia emocional y su resignación más propia de una adulta que de una cría. En no pocas ocasiones su propia madre se sorprende y asusta al ver en lo que se ha transformado su hija por vivir en estas condiciones. Sin embargo, la ingenuidad infantil todavía está ahí, y termina asomando en momentos clave de la historia, dando como resultado un retrato asombrosamente complejo y que fluye a la perfección a lo largo de la trama, tanto en la comedia como en el drama. Un ejemplo de lo bien tratado que está este personaje en particular se encuentra en el énfasis que a lo largo del filme se hace de sus gestos y reacciones, logrando elaborar un lenguaje visual muy expresivo y completo.
A nivel artístico no alcanza el potencial visual de sus obras posteriores, ya más pulidas, pero en cualquier caso es un esfuerzo nada desdeñable, sólido y estéticamente muy conseguido cuando se propone salir del feísmo sencillo y caricaturizado que forma parte de su diseño de personajes. Las distintas partes de la ciudad que vamos viendo están dibujadas con un gran mimo y gusto por el detalle, y la capacidad para dotar de personalidad de esta forma a cualquiera de las localizaciones en las que transcurre se hace muy patente.
Con todo, tal vez el mayor elemento de interés que supone esta cinta sea su influencia en el cine posterior del propio Takahata, que se deja ver en un gran número de detalles. Su narración fragmentada y en tono de comedia costumbrista será la base sobre la que se asiente Mis vecinos los Yamada. Su absurda obsesión humorística con las peleas de gatos y sus testículos tendrá su versión más pulida en Pompoko. Pero sin duda, la película con la que más se emparenta es Recuerdos del ayer. Los paralelismos son más que evidentes: el enfoque detallado en los entresijos de la ciudad y de la barriada, el uso de referencias culturales para representar de una forma más fiel su contexto temporal y en cierto modo para ahondar en el retrato de Chie, su descripción de un personaje que ve ahogadas sus ilusiones por su entorno y vida familiar, etc. Chie no es, desde luego, igual que Taeko: su situación familiar es mucho más dramática y desestructurada, y el propio personaje adolece de una actitud resignada y fatalista. Pero el fondo sí tiene mucho que ver, al hablar de la infancia como una etapa de ilusiones y expectativas que chocan con una realidad más prosaica y desfavorable. Y al fin y al cabo, la visión costumbrista del autor siempre ha girado en torno a este enfrentamiento entre la realidad más asfixiante y los deseos profundos de liberación personal, como se ve también en la joven Kaguya que busca huir de su nobleza impuesta o en la visión resignada que por momentos se desprende del día a día de la familia Yamada. De toda la película, la escena al completo del parque de atracciones es tal vez el Takahata más puro, mostrando su habilidad para hacer trascender y encontrar magia en lo cotidiano, y reflejando de paso el estado de ánimo y las necesidades emocionales de sus personajes.
Chie the brat no es fácil de recomendar. Se trata de una experiencia como poco irregular, que se desarrolla a bandazos, y con un estilo humorístico con el que no todo el mundo puede llegar a comulgar. Algunas de sus decisiones narrativas pueden llegar a parecer muy poco armónicas con el resto, y emocionalmente es toda una montaña rusa que se debate entre la seriedad y la burla. Aún así, en el conjunto tiene una fuerza tremenda, y la sensación final que da es de una solidez discursiva innegable. Catalogarla como una obra menor sería un error, aunque sólo sea por su condición de título esencial en la puesta a punto de los elementos narrativos que han definido la carrera de Takahata. Pero incluso dejando de lado su lugar en la evolución del autor, la película sigue siendo toda una joya que merece la pena descubrir y reivindicar.