Después de una película turbia y grave como Dos madres perfectas (apreciable, pero generalmente maltratada por la crítica), la directora francesa Anne Fontaine rebaja el tono y bascula hacia la comedia en su nuevo trabajo, una adaptación luminosa y suavemente satírica de la novela gráfica Gemma Bovery, personaje que la británica Posy Simmonds desarrolló en las páginas del diario inglés The Guardian. Pese al cambio de tono, persiste el interés por el estudio de las insatisfacciones de mujeres atrapadas en una calma conyugal que linda con el simple hastío. También, al igual que en otra adaptación previa de una obra de Simmonds (Tamara Drewe, protagonizada igualmente por Gemma Arterton), todo gira en torno a un personaje femenino —decididamente heredero de las heroínas románticas de la literatura del siglo XIX— que se instala en un entorno idílico y rural (en este caso, un pequeño pueblo de la región francesa de Normandía) para trastocar la lánguida existencia de sus moradores, particularmente la de ese observador y culto panadero que interpreta un inspirado (¿y cuándo no?) Fabrice Luchini.
La originalidad del planteamiento está en el juego de espejos que la directora establece con la inmortal obra de Flaubert Madame Bovary, algo que le permite teorizar, de forma juguetona, sobre hasta qué punto la vida llega a imitar al arte, o mejor aún, sobre hasta qué punto el arte condiciona nuestra visión de la vida. En un momento determinado, el personaje de Luchini llega a expresar la sensación de ser él mismo el director de la realidad que tiene ante sus ojos, que él, para comprenderla, filtra por el tamiz de su propia experiencia cultural. La película se percibe, en gran medida, a través de la mirada de alguien que quiere desentrañar la realidad mediante el espejo totalizador del arte, sin percatarse de los efectos deformantes que puede acarrear tal pretensión.
Más frívola y sencilla, empero, de lo que lo apuntado anteriormente pueda sugerir, Primavera en Normandía no llega a hacer honor a la definición que el protagonista hace de la obra de Flaubert (“una historia banal contada por un genio”), pero, pese a ello, se beneficia de un sentido de la ironía sabiamente modulado no sólo a través de una diálogos inteligentes y naturalistas, sino de la misma estructura dramática de la película, que, en su último tercio, se adentra en zonas más dramáticas e inesperadas sin perder esa sonrisa torcida que ha estado presente en todo el metraje anterior. Estas bienvenidas dosis de humor negro son las sombras que proyecta el personaje de Luchini, un tipo a medio camino entre la bondad y la malicia, cuyos pequeños actos de mezquindad nunca llegan a empañar un carácter fraguado en buena medida en base a debilidades humanas que todos podemos llegar a sentir como propias, de ahí que nunca despierte nuestra antipatía.
Asimismo, el diálogo que se mantiene a lo largo de la película entre la Emma Bovary de Flaubert y la Gemma Bovery de carne y hueso del filme, remite también a otro título francés reciente que exploró (con mayor lucidez y amargura) el modo en el que la ficción intoxica la realidad: Molière en bicicleta, donde el propio Luchini (otra vez) se dejaba contaminar por la feroz misantropía del dramaturgo francés a la hora de afrontar los desencantos de la vida cotidiana. Primavera en Normandía, con su calidez y agradable ligereza, podría ser en cierto modo una síntesis extraña entre la mala uva de Tamara Drewe a la hora de ilustrar las pequeñas miserias de la burguesía provinciana, y la incisiva mordacidad de Molière en bicicleta en su modo de extender vasos comunicantes entre la realidad y la ficción, una ficción —la de Madame Bovary— que condensa en sus páginas ecos (verdaderos o imaginarios) de esa misma realidad que intenta descifrar mediante la fabulación.
Fontaine, en definitiva, ofrece al espectador una comedia dramática que tiene algo de socarrón y sensual cuento moral, cuya aparente liviandad narrativa enmascara un relato mejor construido y con más capas de lo que aparenta a simple vista, y cuyo divertido epílogo vuelve a poner en evidencia hasta qué punto estamos destinados a tropezar una y otra vez con la misma piedra en nuestro empeño por sublimar nuestra anodina vida cotidiana con el influjo revitalizante de la fantasía. Sólo se echa en falta algo más de ambición y potencia cómica, pero, sin llegar ni de lejos a la hondura y sabiduría de Flaubert, demuestra al menos cierto conocimiento de lo humano y de las flaquezas, anhelos y frustraciones que todos experimentamos en un momento dado de nuestra existencia.