Dicen que para superar una crisis una mujer debe vestir sus labios de rojo. Está claro que es una frase surgida de un experto en marketing y desde que estamos en crisis (general), cualquier fórmula es bien recibida, consiguiendo que las ventas del labial «Russian Red» se disparen hasta la extinción del producto.
Algo así sucede en La modista: rojo = coraza. En esta ocasión el fuego en los labios es una máscara que oculta la rabia de aquello que no se llega a comprender. Es la barrera que limita una bien planeada venganza. Es el glamour de un cine tan extinto como estas barras de labios, porque las divas no renacen, sólo sirven de inspiración para las nuevas bellezas.
Tilly Dunnage, encarnada por Kate Winslet, baja del tren en la estación de Dungatar —una población mínima, similar a un reconstruido poblado del far west para repetir una y otra vez la función del día— con la pose erguida, la máquina Singer en su mano como si de una pistola cargada se tratase y los labios, cómo no, rojos. Como si del forajido de un western se tratara, su postura es clara: el pueblo pagará. Este es uno de los múltiples aspectos que baraja la película, sin necesidad de fidelizar un género, todos son bien recibidos en este minúsculo paraje.
Las voluptuosas curvas de Winslet se disfrazan a cada momento con llamativos y prácticamente enguantados vestidos que deslumbran en un pueblo que parece una parodia de sí mismo, con personajes caricaturescos, como si Jeunet le susurrara algo perverso a la directora, Jocelyn Moorhouse, para ironizar sobre la maldad. Pero el glamour destila por cada poro de la protagonista, con esos aires de cine noir que surgen como vapores de su actitud. Sus movimientos parecen robados de las grandes actrices del cine americano de los 40-50 (la áspera mirada de Marlene Dietrich, las sensuales caderas de Rita Hayworth), y los estilismos tan cambiantes y sofisticados sirven para marcar en cada escena una actitud.
Grandes nombres surgen de esos extremistas labios como un evocador homenaje a las agujas más importantes de la historia —dice haber trabajado para Balenciaga y Vionnet—, pues la máquina de coser Singer era una pistola, y con esas balas, tiene todas las de ganar. Así se gana la confianza de los habitantes, un plan urdido con mucha mala sangre.
Porque La modista es una historia de venganza, agazapada tras un derroche de estilo. Se utilizan los vestidos como cantos de sirena, mientras todos los pecados conocidos son los que habitualmente visten a este pueblo. Tilly tiene un objetivo, sonsacar una verdad que todos desean esconder, y el método para arrojar luz a su vida es inusual y totalmente disfrutable.
Secretos y mentiras conviven, pero la saña está siempre presente con sus extremistas personajes en los que destacan junto a la protagonista el histriónico policía enamorado de la seda, con un Hugo Weaving que suelta marras y destapa una amanerada elegancia en la sombra, y Judy Davis, siempre con el puñal a mano para rematar cualquier situación. Lo único que chirría es el galán, Liam Hemsworth parece demasiado guapo para la mala vida y demasiado joven para el papel que se marca. La tragedia resulta incluso cómica en sus hechuras y aunque no hace un mal papel, su traje surge de unos patrones mal cortados.
Aquí se entrelazan el juego visual de los vestuarios con espectaculares transformismos y una bien hilada historia que condena el conformismo como si de una tragedia dramática y teatral se tratara, con sus picos de humor y el enclave del misterio que arremete contra la elegancia y la parodia al mismo tiempo, si que nadie pierda un ápice de personalidad. Y el estilo, un personaje más por derecho propio.