En Padre patrón (probablemente la mejor película de los hermanos Taviani), cohabitaban dos elementos opuestos en perfecta y rara armonía: teatralidad y verdad. Si se piensa bien, no hay contradicción o paradoja, pues la verdad es el objetivo al que aspira siempre el mejor teatro. Es decir, a la búsqueda de la idea y la emoción puras a través del artificio (la extrema abstracción escénica de Brecht bien pudiera ser el ejemplo más radical de estos que decimos). En esa película, que en cierto modo intentaba hallar un difícil equilibrio entre realidad y ficción, las mayores cotas de realismo se conseguían no a pesar de ciertos elementos “teatralizantes”, sino gracias a ellos. Pienso, por ejemplo, en la interpretación de los actores (casi deudoras del modelo amateur “passoliniano”) o en el tratamiento de ciertas escenas y diálogos en las que que lo puramente ficticio (lo falso) quedaba a la intemperie sin que por ello se neutralizase la sensación de realidad.
Ahora, muchos años después de aquello y tras casi dos décadas manteniéndose alejados de los focos cinéfilos, los hermanos Taviani vuelven a recuperar el interés y la atención de la crítica (el Oso de Oro en la última edición del Festival de Berlín es una prueba de ello) con una cinta que vuelve a hacer malabarismos entre realidad y ficción (de forma aún más evidente y arriesgada) mientras intenta desentrañar el misterio del teatro, su finalidad, su valor. Lo hace, además, desde el punto de vista de unos presos reales (de la cárcel italiana de Rebibbia) que encontrarán en la interpretación del Julio César de Shakespeare no sólo una válvula de escape a su gris existencia, sino también un espejo (moral) que les obligará a mirar un poco dentro de sí mismos, a analizar errores cometidos, a evaluar pasado, presente y futuro. O esa debería ser, en principio, la idea fundamental. Los resultados no son exactamente los esperados, y la película sólo resulta medianamente satisfactoria. ¿Por qué?
Partiendo de la base de que la premisa es original y apasionante, el enfoque de los Taviani no consigue más que dinamitar sus muchas posibilidades. Lo hace cuando, en lugar de confiar en la propia espontaneidad del reparto o en la capacidad analítica del espectador, decide “ficcionar” determinados elementos para que quede más nítido el dibujo de ciertas ideas (ideas, por otra parte, bastante elementales). Ocurre, por ejemplo, cuando intenta convencernos de que un diálogo “shakespeariano” ha evocado en uno de los presos un determinado error ético de su pasado, que lógicamente pasa a verbalizar. Hay algo muy impostado y fácil en este tipo de escenas y situaciones, precisamente las que conectan el Julio César del Bardo con las vidas personales de los actores/presos. Por decirlo más claramente: uno no deja de ver la mano de los Taviani detrás de lo que dicen los personajes, incluso aunque lo que digan sea algo completamente personal, veraz en su fondo.
En este sentido, incluso la dualidad color/blanco y negro resulta demasiado obvia (en un momento dado, la cámara incluso se detiene en un póster de una playa paradisiaca y pasa del blanco y negro al color para sugerir lo obvio, la evocación de libertad –y felicidad– que inspira esa imagen en uno de los presos). La emoción no está, pues, en la vida que se cuela a través de elementos puramente ficticios (como sí ocurría en Padre patrón o incluso en La noche de San Lorenzo), sino en las palabras de Shakespeare. Es decir, en el teatro puro. La descompensación entre la vida personal de los internos (poco, muy poco descrita) y la obra de Shakespeare (tratada extensamente) podría haber sido originalmente un motivo de queja, pero visto lo visto más bien parece un acierto. Ya que los Taviani no logran sacudirse cierta obviedad y condescendencia en el retrato de los presos que protagonizan la película, mejor centrarse en el interés que posee el texto de Julio César. Es ahí, en la interpretación convencida y poderosa del mismo, donde la película alcanza sus mayores momentos de belleza y verdad.
En el epílogo, uno de los presos (de nuevo confinado en su celda tras la exitosa representación) dice mirando a la cámara: «Hasta que no descubrí el arte no me di cuenta de que esta celda es una auténtica prisión». El teatro, el arte, entendido como ese bote salvavidas que te rescata de una realidad (en este caso, dura y deprimente) precisamente confrontándote a ella, forzándote a entenderla y a entendernos mejor a nosotros mismos. En esta idea, que uno ya había aprehendido sin necesidad de que ningún personaje la expresara literalmente, está la fuerza y el principal interés de una película curiosa e irregular, que no logra sublimar la mixtura de ficción y documental (que fracasa, de hecho, cuando quiere acercase a la verdad íntima y biográfica de los personajes), pero que como experimento y análisis del poder humanizador y redentor del arte, no está exenta de valor.