Aquellos que dedican su tiempo a este poco noble arte de opinar sobre el trabajo de los demás coincidirá en que, en vez de «libreta de los sueños» junto a la cama, tenemos nuestro momento de dispersión mental nocturna donde se nos ocurre enlazar todo tipo de cábalas sobre la película/nuevo-objetivo que tenemos pendiente. Es así como esta misma noche meditaba sobre los señores ladrones, los expertos en pequeños hurtos y los denomimados atracadores de guante blanco cuando recordé uno de esos refranes populares que vienen a justificar cualquier maldad «quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón».
En ese momento vi la luz.
Sin conocer Cien años de perdón, la película que nos trae una vez más hasta el mundo de las alternativas malditas, su sentido me ha quedado demasiado claro. Es por eso que sin cambiar de país, ni género, ni oficio (ni, por qué no decirlo, beneficio posiblemente frustrado) nos trasladamos a los 60 (el salto temporal era necesario) para redescubrir un género muy nuestro: el noir-castizo.
A tiro limpio, dirigida por Francisco Pérez-Dolz (su propio punto de inflexión) y con José Suárez como protagonista, uno de esos perdedores tan nuestro que me permite utilizar esa otra expresión «quita el sentido» tras la inolvidable Calle Mayor, tiene ese aire tan elaborado del noir —con sus detalles y sombras, con la sequedad en la boca y la crueldad de la vida—, y la imagen castiza de una Barcelona avinagrada —las estaciones de metro con publicidad de Norit, los policías tomando carajillos en pleno servicio, o los taxis amarillos y negros aparcando en doble fila—.
Porque a castizos no nos gana nadie cuando es una buena decisión meter unas escopetas y unas recortadas en una cesta para huevos, lo que se podría considerar el ladrón-payés de toda la vida. En A tiro limpio vivimos el minutaje de una traición atrapada en un robo a un banco. Algo sencillo de asimilar, pero con muchos matices que refuerzan esta historia mil veces vista. Como un homenaje mismo al cine, son los bastos enclaves de cineasta curtido en una obra algo más primigenia lo que más seduce. Hombres recios con pocos escrúpulos se juntan, dirimiendo el grupo con algo tan voluble como la relación que mantienen con las mujeres de su entorno. Aunque presenten rudeza y malas formas, el fondo del ojo muestra un atisbo de dulzura para aquello que quieren, y dos de ellos carecen de este comportamiento —siendo además el de supuesta nacionalidad francesa, el personaje que muestra sus dotes de pervertido en una imposible escena de prismáticos y colegialas, como si fuera necesario estigmatizar al elemento ajeno de algún modo—. Así, en dos grupos aparecen las sospechas, y mientras los planes se elaboran con una simple reunión de armas y material variado seleccionado para el ultraje, la intención última es la de retratar a la persona que se encuentra tras la fachada de ladrón. El tipo que busca el perdón ante una sociedad que no acepta sus trampas o sus malos modos.
Con un título que promete lo que ofrece, los emplazamientos más oscuros de Barcelona (sótanos, casas abandonadas, hogares prácticamente clandestinos, estaciones) dan espacio a una lucha por el poder, donde el dinero representa la codicia y la camaradería ese obsoleto afán del humano por buscar la justicia ante cualquier contratiempo. Bien contrasta como decía esos elementos tan noir que tiene cada película de gángsters, pistolas y gabardinas, con la necesidad de imponer un galán de mandíbula cuadrada y una espesa representación costumbrista, alojando así con total acierto el género en un prisma cercano, reconocible, pero a la vez elegante.
Porque una mujer de lengua viperina lava sus medias en el baño durante una conversación airada (sobre dinero) y las tiende en la barra de la ducha, soportando la intención, para desatar más adelante una escena final con toda la energía autoimpuesta que descarga esa rabia que convertía los actos delictivos en meros trámites para sonsacar el desenlace (sin saber ya dónde paraba el preciado dinero). Y su saber hacer demuestra que las descargas armamentísticas y los planes de robar a quien nos roba diariamente, no ofrecen el perdón esperado cuando simplemente uno desea estar al margen de los convencionalismos. Con tipos rudos, cestas de huevos y mucha ironía social detallada con el cuidado que se esperaba en la época del tijeretazo.