Con la más que afortunada restauración de Sayat Nova (El color de la granada) en 4K, nos encontramos ante la ocasión perfecta para acercarnos al cine de un director maldito (de la cabeza a los pies), que vio cómo la censura le impedía mostrar sus obras al mundo y cómo le persiguió prácticamente hasta su fallecimiento. Sergei Parajanov era, sin duda, un cineasta especial. Si hay algo que le caracterizaba era su aversión a una puesta en escena ortodoxa y a un lenguaje narrativo convencional.
Sayat Nova es la estilización máxima de su personal forma de ver el cine. También es una muestra de sus inquietudes artísticas, que denotan una motivación de experimentación del medio, un deseo de no quedarse estancado y de que sus capacidades narrativas evolucionasen. Si en Los corceles de fuego la cámara no paraba de moverse entre contrapicados, travellings aéreos y filigranas varias (deudoras del mejor de los Urusevsky), la puesta en escena en Sayat Nova es diametralmente opuesta: planos estáticos, normalmente alejados de la acción (con, eso sí, un buen puñado de planos detalle), dando la sensación que estamos presenciando una función teatral.
Si los artefactos narrativos de Parajanov buscaban constantemente un soplo de aire fresco alejado de la narrativa tradicional, la temática de sus películas sí que persigue una coherencia tonal de la que nunca se alejó el poeta georgiano (por cierto, nunca he tenido la oportunidad de cantarlo a los cuatro vientos, pero menuda ristra impresionante de cineastas nos legó Georgia). El folclore del Cáucaso, así como todos sus rituales (matrimonios, funerales, ofrendas) parecen ser una constante en el cine de Parajanov, un cine que te abofetea por su barroquismo y su colorido.
En conjunto, Sayat Nova, más que una biografía de uno de los poetas armenios más prestigiosos y laureados de la historia de ese país, constituye una rica celebración de la cultura caucásica. No es menos cierto que sigue, con más o menos linealidad, las vivencias y la madurez del trovador armenio, pero (al menos para servidor) sólo sirve como pretexto para, por un lado, explorar los límites cinematográficos del biopic (reinventándolo) y, por otro, ejercer como máquina del tiempo presentándonos unas imágenes y un contexto concretos que pasarán a formar parte de la memoria colectiva de esas zonas geográficas denominadas caucásicas.
El hilo conductor en Sayat Nova, si es que existe, procede de la declamación de breves extractos de poemas de su protagonista, que sirven además para presenciar cómo el paso del tiempo recrudece los pensamientos y la forma de ver el mundo del poeta, mucho más pesimista, oscuro y claustrofóbico en su tramo final que en el que nos muestra su infancia.
Quizá la exagerada presencia de símbolos y alegorías (probablemente cada plano esconda alguno de ellos) pueda echar atrás a espectadores que no deseen ver un film denso, de los de romperse el coco discerniendo qué quería expresar su autor. El consejo del que esto suscribe es que la mejor opción es dejarse llevar por el colorido y el barroquismo de la puesta en escena, por el surrealismo (y la crudeza, en muchas ocasiones) que desprenden sus fotogramas y la belleza del folclore retratado (ejecuciones de animales incluidas). Al final Sayat Nova se disfruta más como experiencia sensorial que intelectual y aunque su fuerza simbólica es notable, no lo es menos el poder que reside en la superfície de sus imágenes.
En un mundo (el cinematográfico) dónde parece que hay que buscar referencias detrás de cada realizador, que hay que citar las fuentes de inspiración de un director, nos ponemos con el cine de Parajanov y resulta desconcertante. Su genuinidad está fuera de dudas. Si me preguntan a qué se parece el cine de Parajanov sólo podré contestar que al cine de Parajanov. Sin duda, era un cineasta especial.