Actriz tanto teatral como cinematográfica, cantante y, más recientemente, directora (este 2012 ha completado su debut, Por ejemplo, Electra) Jeanne Balibar es una de esas polifacéticas figuras que tan pronto puede verse reconocida como musa del cine autoral (no en vano, ha trabajado con autores como Desplechin, Assayas, Rivette o Raoul Ruiz, entre otros) o como cantante dentro de la ‹chanson› francesa.
Sin embargo, el hecho de tener que situarse ante una cámara para interpretar en torno a unas directrices es algo que no gusta a Balibar, y que deja en constancia cuando durante un festival de cine conoce al director portugués Pedro Costa. A raíz de ese encuentro, surge una amistad y, más adelante, un proyecto: el de realizar un retrato de la Balibar sin que ella tenga que interpretar, recurriendo a su faceta como cantante y haciendo que la experiencia sea desposeída de todas las herramientas primordiales del arte cinematográfico.
Así, Pedro Costa rehúye cualquier labor de escritura de guión y, sin previo acuerdo, acude cada día con lo necesario al lugar donde ensaya la cantante francesa. En ocasiones con un operario, otras con sonidista, pero siempre con la intención de realizar un retrato en el que no haya limitaciones estructurales ni temáticas. Cierto, vemos a Jeanne Balibar en ensayos, en clases, en algún concierto e incluso en una obra operística, pero tan cierto como la inexistencia de nexo alguno que sostenga el esqueleto de un film que decide no situarse tanto en la senda del proceso de creación (aunque sea inevitable pensar en ello) como en la de la introspección.
A través de esa introspección, Costa nos lleva al regazo de una Balibar que tan pronto se ve superada por el tempo de una canción, como impaciente, entre sombras, a la espera de retomar un ensayo a marchas forzadas. Divertida, nerviosa, cómplice e incluso hastiada por las instrucciones de un profesor de canto que la interrumpe constantemente, la figura de la actriz se nos muestra casi desnuda ante una cámara que capta de modo subyugante todos sus gestos enamorando a un espectador que ya lo estaba de por sí con sus canciones o esa espontaneidad tan suya.
El maravilloso blanco y negro con que Costa inunda la pantalla acompañando esos planos fijos en los que abstraerse no supone una dificultad, acompaña con autenticidad una propuesta en la que las barreras no existen. Aquello que tantos otros cineastas han intentado (y conseguido) a lo largo de la historia del cine haciendo que sus personajes se dirijan a cámara, el portugués lo logra sin necesidad del más mínimo gesto a través del que intuir que Balibar conoce que ante ella hay una cámara.
Es la complicidad de la artista lo que consigue que en muchas ocasiones nos sintamos dentro de la obra, ya sea en un ensayo siguiendo el ritmo de la música al son las palmadas de Rodolphe Burger (quien compuso, junto a Balibar, algunas de las canciones de su Paramour), dentro de una de las clases de canto donde la cantante moldea su rostro hacia la desesperación debido a la presencia de un profesor exigente, o en una obra de teatro, siguiendo entre bambalinas sus gestos al lado del pianista.
Cautivado y maravillado por la no-presencia de una cámara inmóvil, los espacios, situaciones y reacciones cobran vital importancia en un trabajo impregnado por un aura única que nos lleva de la mano, e incluso se atreve a soltarnos, entre las sombras de una plástica fotografía que recoge con una naturalidad inusitada un proceso de creación cuya significación queda extirpada solo con el planteamiento formal de Ne change rien. No consiste el film en seguirla o dar fe de ese proceso, sino más bien en hacer que esa cuarta pared se desvanezca para atrapar al espectador entre la belleza de unas imágenes arrebatadoras.
Ello queda constatado en uno de los últimos planos, mientras los colaboradores de Jeanne Balibar se mueven por una sala oscura en la que sólo existe un haz de luz mientras escuchan uno de los temas del disco. Una vez concluida la canción, los perfiles se funden unos con otros para dar pie a un momento de pura ensoñación donde lo ilusorio parece suplantar a lo real en uno de los instantes más puros de Ne change rien. Con visos para lo que parecía una atinada conclusión, Costa decide continuar engarzando un último plano que desnuda definitivamente a Balibar, mostrándonos que en la obra del portugués no hay personajes ni escenario, únicamente un espacio abierto a la emoción y sensibilidad del espectador.
Larga vida a la nueva carne.