Pasada ya una semana desde el deceso de Ettore Scola me apetecía volver a escribir sobre uno de esos autores que marcaron una época, la del gran cine clásico italiano, que desgraciadamente jamás volveremos a conocer. Pocas palabras puedo añadir acerca de la admiración que siento por el maestro, una de esas figuras que caminaron siempre bajo el paraguas de la humildad y el buen hacer en todos y cada uno de los proyectos en los que participó tanto como guionista e igualmente como director, creando así un universo propio colmado de nostalgia y melancolía, pero también de buen humor, siempre en una vertiente tragicómica capaz de aunar las risas y las lágrimas del espectador en un abrir y cerrar de ojos.
Los ochenta fueron en mi opinión el peor decenio de la historia del cine. El ambiente social y político que marcó el tempo y por tanto las filias y fobias de la sociedad cinéfila no era para nada propicio para la reflexión y por ello para conservar esa trayectoria crítica y aguda propia de los cineastas que dieron lo mejor de sí en los sesenta y setenta. Los ochenta fueron años de crisis para Fellini, Bergman, Godard, Antonioni… y otros maestros que pusieron su granito de arena a la hora de forjar aquello que se denominó cine de autor.
Sin embargo los años ochenta fueron muy fructíferos para Scola, siendo quizás su década de mayor productividad en cuanto a calidad y número de productos realizados. Así, tras el éxito de crítica alcanzado en 1987 con el drama generacional La familia, el autor de Una jornada particular decidió retornar a la sencillez y a esa forma de hacer cine caracterizada por la ausencia de todo artificio o elemento de adorno para filmar una especie de vuelta de tuerca a su anterior éxito. De este modo, si La familia se destapaba como una obra magna, suntuosa y muy ambiciosa acerca de la crónica generacional de una familia burguesa en un período que abarcaba todo el siglo XX, ¿Qué hora es? igualmente reflejaba esos cambios y choques generacionales expuestos en la película mencionada, pero desde una óptica mucho más minimalista e íntima. Porque parece que Scola quiso demostrar que las moralejas vertidas en su anterior película podían ser revisitadas de un modo distinto pero igualmente demoledor y clarividente, mostrando simplemente una jornada particular compartida por un veterano padre perteneciente a la alta burguesía romana (majestuoso siempre el mágico Marcello Mastroianni) que decide visitar un día a su hijo recién licenciado del servicio militar (sorprendente y entrañable Massimo Troisi) con objeto de volver a encontrarse con su vástago y tratar así de recuperar ese tiempo perdido que jamás podrá ser recuperado.
Y es que esta es la magia de ¿Qué hora es? Puesto que nos hallamos ante una película que irradia autenticidad y vida desde su primera respiración. Scola huye de fuegos artificiales y aderezos dejando que la cámara (siempre en un segundo plano, sin llamar la atención del espectador con complejos movimientos ni trucos de montaje) deje fluir la vida a través de los ojos y gestos de dos actores en estado de gracia que soportan bajo sus hombros todo el peso de una historia tan bonita como emocionante y tragicómica.
La película, narrada casi en tiempo real, cuenta el encuentro tras varios meses sin haber tenido la oportunidad de verse, de un padre y un hijo. El padre llamado Marcello es un viejo abogado cuyas obligaciones laborales y descuidos familiares han inducido un cierto distanciamiento no solo ideológico sino que también afectivo con sus vástagos e incluso, por lo que se percibe someramente, con su esposa. Marcello forma parte de esa clase media ambiciosa y capitalista que renunció a su vida familiar en favor del éxito profesional quien se ha dado cuenta demasiado tarde que quizás no podrá redimir sus pecados de juventud ya en una madurez marcada por su mala salud y la cercanía de la muerte. Marcello será consciente pues que quizás esta sea la última oportunidad de recuperar el cariño perdido de un hijo que siempre lo observó como ese señor que traía el dinero a casa y marcaba las reglas en la misma. El hijo, Michele, por contra se alza como un joven desorientado que no sabe que hacer con su vida en el futuro. Recién licenciado de las obligaciones militares tras haber finalizado sus estudios de humanidades, sus aspiraciones y anhelos distan ciento ochenta grados de los de su padre, el cual desearía que su vástago abandonara su actual residencia en la ciudad portuaria de Civitavecchia para retornar a la capital italiana para ejercer tareas relacionadas con el derecho.
Pero la alegría que explotará de este primer contacto añorado tanto por Marcello como por Michele, irá poco a poco degradándose a medida que ambos personajes caminen sin rumbo por las calles de la ciudad mojadas por la melancólica lluvia o cuando los mismos dialoguen entre platos y vasos de vino en un modesto restaurante. E igualmente mientras ambos observan la llegada de los barcos pesqueros pilotados por unos amigos de Michele y en la soledad de una decrépita sala de cine donde tanto Marcello como Michele notarán que una exigua jornada en compañía uno del otro puede ser maratoniana a pesar de estar acotada en unas pocas horas de convivencia.
Porque ¿Qué hora es? va engrandeciendo sus resultados artísticos y humanos a medida que avanza el tiempo que marca ese reloj que Marcello legará a su retoño siguiendo una tradición familiar transmitida de padres a hijos. De este modo a medida que las conversaciones iniciales comiencen a agotarse y asimismo los alegres paseos matutinos tornen en cansancio y hastío, seremos conscientes de la fragilidad que nutre la relación paterno filial de Marcello y Michele, de modo que las esperanzas y regalos ofrecidos por Marcello adoptarán con el paso del tiempo la estampa de esos reproches y desconfianza presentes en la memoria de un hijo que jamás pudo mantener una relación cercana, soportada por la franqueza y la cordialidad, con un ascendiente que nunca estuvo a su lado en los momentos más importantes de su vida.
Sin duda Scola triunfa al no juzgar a sus personajes. Al revés. Se percibe un amor insoslayable del maestro por sus dos creaciones. Un amor que quizás se deba a la cercanía que desprende cada uno de los episodios y situaciones descritas por el maestro. En este sentido la cinta duele en ciertos pasajes en virtud de su capacidad para mimetizar capítulos que seguramente se hayan presentado en algún momento de nuestra vida. Así, esos secretos que no somos capaces de contar a nuestros padres —como nuestra primera relación amorosa, nuestra situación sentimental, nuestros deseos laborales ajenos a las imposiciones sociales, etc— serán radiografiados por Scola con una precisión asombrosa desde una esfera íntimamente ligada a la cotidianidad. En este sentido, ¿Qué hora es? se erige como una película fundada en ese descubrimiento experimentado por un Marcello que será consciente al final de la jornada que su hijo es un completo desconocido al que no le unirá si quiera una afinidad cariñosa. Scola expondrá pues ese choque generacional tan de su gusto con un estilo tan incisivo como reflexivo.
Pero lo que más me fascina de ¿Qué hora es? es su propuesta doctrinal y estética. Un postulado que es puro Scola. Resulta pues imposible no sentirse enamorado por una película que combina todas y cada una de las cualidades que hicieron grande al maestro. Por un lado la cinta ofrece una mirada nostálgica y meditada acerca del paso del tiempo y la decadencia de esa burguesía derrotada por su propio hastío y falta de valores humanistas. Por otro, y desde un punto de vista estrictamente formal, la película resulta todo un compendio de los escenarios y atmósferas predilectos del de Trevico: narración en espacios cerrados con pocos personajes y a través de diálogos muy bien escritos y trabajados que versan sobre el sentido de la vida y la elegía de unos personajes que trazan un pequeño gran viaje —aunque los mismos se muevan dentro de un espacio concreto y acotado— que cambiará radicalmente su visión de la existencia. También en ¿Qué hora es? observaremos esa querencia del italiano por narrar desde la contención y la sencillez, renunciando por ende a edificar su criatura a través de complejas técnicas cinematográficas más dadas a llamar la atención por su carácter grotesco que por sus virtudes artísticas. Finalmente nos encontramos con una de esas películas que hacen descansar su sentido en esos valores humanistas y morales tan presentes en la obra de Scola: la decencia, la dignidad, la nobleza y la humildad llevadas como bandera.
Y es que nos hallamos ante uno de esos milagros que tuvieron lugar en la década de los ochenta que permitieron florecer ese séptimo arte añejo, en el mejor sentido del término, que ya no se destilaba en aquellos años. Ese cine que solo precisaba para moldear obras inolvidables y emocionantes un excelente guión, un director solvente y una pareja de intérpretes tocados por la varita mágica del talento innato. Porque no puedo olvidar resaltar la impagable labor de un par de actores que dan el do de pecho bordando sus respectivos roles con el simple recurso de su mirada y de esos gestos próximos y afines. Porque esas arrugas que quiebran la frente de un Mastroianni afeado —sin duda Scola fue uno de los pocos autores que renunciaron a explotar la vertiente de sex symbol del intérprete italiano— por las canas y el paso del tiempo destaparán a un personaje acechado por el desasosiego que le provoca ser conocedor que quizás esté viviendo su última oportunidad de expiar sus pecados junto a un hijo al que nunca prestó la atención precisa. Y porque esa sonrisa despistada de un Troisi libre que huye de toda atadura tanto afectiva como laboral, será la de ese hijo que guarda su última bala de cariño para hacer feliz a ese padre cuya muerte está cada vez más próxima. Y todos estos ingredientes convierten a ¿Qué hora es? en una de esas películas inolvidables e irrepetibles que nos regaló esa generación de humanistas italianos que decidieron verter su arte en el universo cinematográfico. Ciao caro Ettore.
Todo modo de amor al cine.