Con el estreno hace unos años de la película indonesia The Raid, me cuestioné quién sería el mejor director de cine de acción en activo. Secretamente, lo que realmente me estaba preguntando es si habría actualmente un director de cine de acción mejor que Gareth Evans (¿tal vez Michael Mann?, ¿Johnnie To?, ¿Kim Jee-woon?), tal es la impresión que su poderosa película causó en mí. Desde entonces, Evans ha dirigido una continuación (que aún no he visto) de la citada The Raid y uno de los segmentos (el mejor, el más intenso y perturbador) de la cinta coral de terror V/H/S 2. Es pronto, pues, para calibrar hasta qué punto brilla el talento del director británico en un género que últimamente no nos había dado demasiadas alegrías, inclinado como estaba, generalmente, a matar el nervio del movimiento a través de montajes tan frenéticos como confusos. Cuando algunos ya echábamos en falta la elegancia majestuosa de gente como John McTiernan, aparece este joven autor galés para brindarnos una tacada de cine de acción rabioso y enfebrecido, en el que la integración de las artes marciales indonesias (llamadas Pencak Silat) dentro de un marco de thriller policial claustrofóbico, posibilitaba una deliciosa mixtura de género que vigorizaba y daba esplendor a lo que, en esencia, no dejaba de ser una serie B de fuerte carácter pulp. Su argumento mínimo, con sus giros narrativos previsibles y no siempre bien manejados, se convertía en mero pretexto ante uno de los festivales de acción más sangrientos y despiadados que recuerda el cine reciente. Pero, e ahí lo importante, también uno de los visualmente más elegantes y creativos: una sucesión de set pieces de violencia brutal desarrolladas con una visión innegablemente sabia e inspirada del espacio y el tiempo cinematográficos, merced a un montaje preciso y una habilidad asombrosa para “arrojar” al espectador al meollo de la acción, para hacerle vibrar con su contundencia y con la armonía de su ejecución, que hace que los tiroteos y las peleas cuerpo a cuerpo (a menudo, filmadas en tiempo real y sin cortes) luzcan bellos e hipnóticos cuando la norma, según nos ha malacostumbrado el grueso del cine de acción de Hollywood, es que resulten rutinarios e indistinguibles.
Esta larga disertación sobre las bondades técnicas y artísticas de The Raid sirve no únicamente para justificar la pregunta que confesé plantearme al inicio de esta reseña, sino para abordar esta especie de cortometraje que me ha tocado analizar (aunque quizá sea más apropiado llamarlo “ensayo” o “prueba técnica”) y, de paso, explicar por qué me ha decepcionado ligeramente. Planteado, según la poca información que tengo al respecto, como una suerte de ejercicio de estilo en torno, nuevamente, a las artes marciales indonesias que se han convertido en el rasgo más distintivo del cine de Evans, este minúsculo trabajo aspira a la esencialización de la particular poética (si bien aún en transformación) de su autor, por la vía del desprendimiento narrativo, de la sencillez extrema. De este modo, el argumento se reduce a una mera anécdota: una guerrera debe entregar un tratado de paz que ponga fin al conflicto existente entre dos señores de la guerra rivales, pero dos sicarios de bandos opuestos intentarán arrebatárselo para prolongar el clima bélico reinante. La acción, que sucede en un frondoso y bello bosque (sito en Gales), se limita al enfrentamiento entre la joven guerrera y los dos asesinos, prescindiendo por completo de diálogos o de otros elementos que aporten mayor contexto que el ya intuido por el espectador. Lo que hay, en resumidas cuentas, es una secuencia de cinco minutos de artes marciales en toda su desnudez, filmada en blanco y negro y sin hacer hincapié en la hemoglobina (no se ve ni una gota de sangre) por eso de ampliar el rango de público al que va dirigido. Este último factor ya distorsiona un tanto las expectativas del espectador, acostumbrado al uso del gore que Evans había hecho en sus filmes previos. No obstante, la decepción no procede de este aligeramiento de la violencia, sino del poco impacto que la película en sí genera en el espectador.
Puede que la concisión temporal (cinco minutos no dan para mucho) haya limitado en cierto modo la poética de su autor, que se sustentaba en gran medida en la prolongación de la tensión en el tiempo a partir de elaboradas y largas escenas de combate. Aquí la resolución visual es más clásica e inmediata, todo sucede de forma ordenada (de nuevo, gracias a una sensata labor de montaje), pero nos falta la complejidad formal y el ímpetu extenuante que otorgaban a sus escenas de acción poderío y originalidad. También la reducción de los personajes a tres contribuye a mermar la fuerza de su estilo: ya no asistimos a esa coreografiada y casi musical ceremonia de la muerte en la que muchos personajes se dan muerte ente sí moviéndose de forma inteligente en el cuadro según las directrices del director. En su lugar hay una escena de artes marciales casi diríase que canónica, para lo bueno (está filmada con una habilidad innegable) y para lo malo (la personalidad de Evans se ha diluido conforme echaba la vista atrás, hurgando en las raíces del cine de samuráis). Afortunadamente, la pieza funciona en líneas generales primeramente por su nivel técnico, que es el propio de alguien con oficio, así como producto del buen ojo de dos notables coreógrafos de artes marciales (los mismos, precisamente, que encarnan a los sicarios de la función); segundo, porque la fotografía en blanco y negro, la acertada localización y la vibrante banda sonora (de tintes asiáticos) aportan una estética y una atmósfera muy apreciables; y tercero, porque supone otra pequeña entrada dentro del reciente panteón de mujeres guerreras e independientes que coronan las heroínas de dos de las más celebradas películas fantásticas recientes, Mad Max: Furia en la carretera y Star Wars: El despertar de la fuerza (ambas, curiosamente, secuelas o derivaciones de sendas y exitosas franquicias). Esto añade un bienvenido matiz feminista a un género (el de acción) dominado por la testosterona y la virilidad.
Volviendo a lo que planteaba inicialmente: ¿es Gareth Evans el mejor director de cine de acción en activo? Si bien su trabajo en The Raid lo confirma como uno de los más capaces y virtuosos, este pequeño cortometraje no permite darle mucho más crédito del que ya poseía, al no trascender el terreno de la mera competencia técnica para arribar, en consecuencia, a esas zonas de salvaje creatividad e incluso inesperada belleza que marcaron sus cintas anteriores. Conspira en su contra, por cierto, la recuperación de un viejo zorro como George Miller con la citada actualización de Mad Max: mientras Evans afronta el cine de artes marciales desde un cierto clasicismo y una sobriedad tonal un tanto inesperada, Miller rejuvenece a fuerza de furia, caos (perfectamente orquestado) y movimiento perpetuo, convirtiendo su nueva obra en una persecución alucinante de dos horas que deja un serio interrogante sobre la dichosa pregunta de turno: ¿el mejor director de cine de acción en activo? Pues igual sigue siendo el viejo Miller… En cualquier caso, no seamos injustos valorando este pequeño capricho como algo más de lo que pretende ser: una forma de testar las propias aptitudes técnico-artísticas de Evans al tiempo que homenajea el cine de samuráis de toda la vida. Y, visto como tal, el ‘capricho’ resulta elegante, disfrutable y, por tanto, muy bienvenido.