Un profesor enseña, sin ganas, lo lejos que llegaron las conquistas del nuevo mundo. Se para y pregunta a sus alumnos dónde pasarán las vacaciones de verano. Uno de los niños le pregunta lo mismo al profesor.
No hay respuesta para quien no la conoce.
Paris of the North crece en tierra de nadie, a los pies de la inmensa montaña Thorfinnur, nevada en sus picos, con verde vegetación en sus pies, donde transcurre esta calmada historia que se centra en Hugi, el tipo que no sabía qué hacer durante el verano.
Algo que sí sabe hacer es correr, visitar unas rocambolescas reuniones de Alcohólicos Anónimos y sentir que el mundo es confuso, cuando uno quiere estar en el lugar más lejano tras haber decidido inconsecuentemente enclaustrarse en ese paraje perdido (la crisis de los treinta-y-muchos la podemos llamar). Parece que la película de Hafsteinn Gunnar Sigurðsson (uno que sabe de acidez en la comedia sin exabrupto alguno, para algo es el autor de aquella película que dio lugar al Prince Avalanche de David Gordon Green) quiere centrarse en Hugi, pero saca partido a ese reducido entorno que le rodea y nos muestra que más allá de su incómoda existencia hay personas tan fuera de lugar como él. Personajes que se cierran en una especie de círculo vicioso —más vale lo malo conocido— y que pecan de abusar del consejo cuando no dominan sus propias vidas.
No hay espacio para los sobresaltos, pero sí para demonizar las relaciones familiares a la llegada del padre de Hugi, Veigar, con una corta diferencia de edad y demasiadas reacciones opuestas que afinar al formarse la extraña pareja, aunque debo decir que las formas nasales de ambos les hacían parecer, irremediablemente, padre e hijo.
De un desastre a otro, no se espera el entendimiento cuando domina el intrusismo, y un hijo ex-alcohólico que no sabe expresar lo que no sabe que le sucede y necesita que le dejen tranquilo, nunca puede lleva bien volver a relacionarse con un padre que bebe en demasía y quiere interferir en sus sosegado estilo de vida, ese que no es nada intimidante. La comprensión entre ambos es difícil y sus cortas pero significativas charlas rellenan ese espacio tan abierto, dentro de una casa tan reducida. La construcción de un simple porche en el jardín crea una evolución en esta relación y centra la dinámica de la película (la vez anterior fueron rallas amarillas intermitentes en la calzada, un fuerte el de Gunnar Sigurðsson reducir la trama a la mínima expresión para dejar que sólo los personajes dejen que las cosas sucedan). Así encontramos las baldías inseguridades masculinas (la mayoría del reparto lo es, dejando que las mujeres sean un grave problema que afrontar pero no personajes que necesiten explicarse en demasía) en cuanto a madurez, decisiones y por qué no, resignativo amor.
Las carencias ante ese hombre recién llegado de Tailandia llamado padre se ven contrapuestas por una innata necesidad del hijo de hacer de padre por un niño que ya tiene su propia familia, y este otro tandem, el de Hugi con el pequeño, es realmente la clave de aprendizaje de esta historia, sólo es necesario rememorar una conversación que ambos tienen, donde el niño quiere practicar fútbol y Hugi le recuerda que Messi entrenaba solo, a lo que el joven le responde que Messi no es portero. Nadie dijo que fuera fácil.
Este pequeño pulso con el futuro rodeado de personajes inestables y encantadores en su más puro estilo de frialdad y distancia (igual una impresión venida a menos al ver bufandas en verano, o a más cuando todos ellos viven de la inexpresividad aunque parezca que en cualquier momento se vayan a desmoronar), nos corrobora que Paris of the North tiene su propio mensaje, y unos bellos parajes que envidiar, aunque para ellos sea una diminuta cárcel de entrada libre, ya que no dejan de repetirse los lugares comunes que visitan. No paraba de preguntarme si para los responsables de todo el cine que llega de esas tierras, el levantarse por la mañana y ver un escenario de ese tipo es como para mí mirar el mar, algo que está ahí y unas veces fascina mientras a diario es simplemente una parte más del paisaje. Es algo que explotan los islandeses en sus películas, pero no sé si se recrean en la belleza de su día a día o simplemente desean arrebatarnos un «ohhhh… ahhhh… ¡qué envidia!» que musitamos internamente mientras todo sucede. De todos modos, algo queda por descubrir en estas historias en las que no todos ganan o aprenden, pero nos guiñan un ojo recordándonos que con una actitud imperfecta todo resulta mejor…
ya sabemos que la naturaleza equilibra el resto.