Desde que a inicios de los 70 dos títulos capitales como Deliverance y Perros de paja lo popularizasen, el thriller rural se ha convertido en uno de esos (sub)géneros mutantes capaz de indagar en la estructura y hábitos definidos por ese enfrentamiento entre lo urbano y lo agreste. Pero lejos de encontrar bajo ese manto una diversidad de mixturas que probablemente habrían otorgado cierta heterogeneidad al género —podríamos comprender en ese marco aportaciones como el Fargo de los Coen o derivados tipo Terribly Happy—, se ha ido adentrando en sus matices más aterradores y adustos, acercándose a una vertiente cada vez más genérica que, lejos de evocar ese horror racional —entendido dentro de nuestra irracionalidad—, se decanta definitivamente por el absurdo, por el dislate como reflejo de un terror que ya no se manifiesta tanto en los actos (que también), sino en las atmósferas y escenarios forjados precisamente para devolver ese malsano caudal a un contexto necesitado de nuevas perspectivas.
Sería complejo fijar un marco específico para Tombville en mitad de una corriente cuya regeneración ha traído títulos como la belga Calvaire o Bedevilled, aquel prometedor debut llegado de Corea que incluso se atrevía a reformular claves genéricas desde una mirada primigenia, pero lejos de su condición formal, la ópera prima de Nikolas List no sólo apunta a algunas de las constantes del género —esos pueblos malditos repletos de lugareños dispuestos a ser germen del horror—, decide además emprender un viaje donde esas constantes se erigen como un modo de rearticular su propia realidad y, por ende, de entablar un diálogo no tan cercano como pudiera parecer en un principio. La forma (y, en realidad, el fondo) de Tombville apunta a un terreno más surrealista y enigmático de lo que marcan los tótems genéricos, y es en ese endiablado descenso a un espacio en el que resulta tan complejo como intrincado definirlo todo donde el cineasta belga apunta a figuras de nuestra (ir)realidad —entre los que figuran nombres como los de Polanski, Lynch o incluso autores más recientes como Grandrieux—. Un descenso en manos de esos directores citados casi siempre desprejuiciado, lejos de cualquier complejo y aferrados a una zona de la mente humana donde la razón deja de tener significado alguno —o, por lo menos, la razón como puerta al entendimiento y comprensión—.
List reafirma de este modo el horror irracional enarbolado en Tombville a través de los espacios —vacíos, irreales, incluso en cierto modo expresionistas—, unos espacios donde lo abstracto es tomado como vía central en el desarrollo de una crónica rebasada por lo pesadillesco y siempre alimentada por un eje narrativo que no hace sino reafirmar su condición. La voluntad de todo el dispositivo armado por el cineasta belga no posee quizá la continuidad necesaria en un relato donde la falta de prejuicios, lo (presuntamente) arbitrario de sus cimientos, no obtiene un reflejo a través del que alcanzar una nueva dimensión que nos lleve más allá de la deconstrucción de un ideario: también a la experimentación de unas sensaciones promovidas por aquello lejano a nuestra percepción. Lejos de ello, Tombville se reafirma en un cine que cree en la búsqueda de otros medios, y alcanza en esa decisión los parámetros necesarios como para otorgar suficiente valor a una obra donde, si bien hallamos referentes, denota un trabajo personal atestiguado en la introspección de itinerarios a través de los que hacer aflorar aquello que bien podrían ser los fundamentos de una obra con mucho por explorar.
Larga vida a la nueva carne.