Cada vez hay más lugares que hablan y analizan películas o series. Incluso algunos se ganan el cielo con una mirada sobre el audiovisual donde caben otros formatos y otras formas de observación (nosotros somos bastantes clasicotes en cuanto a formas, la verdad sea dicha). Y es que la red se vive una auténtica revolución de espacios dedicados al séptimo arte.
No obstante, el llamado cine mudo o silente no tiene un gran hueco. Muchos de los nuevos espacios que se han creado viven obsesionados con la inmediatez, tanto de la noticia como de la crítica. En un mundo donde lo importante muchas veces pasa por ser el primero en llegar para analizar y colgarse una medalla, parece complicado detener la mirada y la intención en los primeros años del cine.
Bien es cierto que muchos de los «blogueros en pijama» (término cariñoso con el que fuimos bautizados) hemos recorrido una historia del cine inversa; hemos ido de lo contemporáneo hacia atrás buscando referencias y maestros. Pasamos de Tarantino a la Nouvelle Vague. Conocimos en nuestra adolescencia a Kevin Smith y de ahí llegamos a Sundance y de éste a Cassavetes. Muchos todavía estamos formándonos, aprendiendo y descubriendo cine. Seguimos analizando miradas y cinematografías a la vez que nos deleitamos con nuestros autores favoritos, intentando no quedar obsoletos, siempre con la mente abierta a las nuevas propuestas. Es por tanto hasta cierto punto lógico que haya un olvido imperdonable en los blogueros en pijama del mundo sobre el cine mudo. Y dentro del cine mudo (que aunque mudo, siempre tuvo acompañamiento musical), sobre todo del primitivo.
Además hay un problema añadido. En muchos casos no sabemos como mirar ese cine primitivo, pero es que tampoco sabemos como era mirado en su momento.
No estoy hablando de los años 20. Esa época está llena de virtuosismo y movimientos de cámara maravillosos. Tal es así, que hay quien afirma que cuando el cine comenzó a hablar, dejó de moverse. Y es que la técnica de aquellos años llegó a niveles exquisitos. Luego se desvió un poco con las primeras películas habladas.
Pero como decía, no habló de los años 20, con teorías, reglas y herramientas cinematográficas ya descubiertas (y aún así para buena parte de los blogueros en pijama nuestro conocimiento es limitado), con las vanguardias y movimientos en plena ebullición.
El cine primitivo…me hipnotiza.
Adoro los “panoramas” de los primeros años. Dichos panoramas consistían en situar una cámara y ver la vida pasar por delante. No hay movimientos de cámara, no hay un objetivo claro más allá de ver a la gente entrar y salir del encuadre. Ya estaban inventando el fuera de campo. Y es que por aquella época casi todo se descubría por accidente.
Y lo que me fascina es la interacción de las personas que aparecen. En ocasiones no son conscientes de la cámara, pero en otras muchas sí lo son. Vuelvo a decir, que no sabemos como mirar el cine primitivo ni tenemos ni idea de como era mirado. Llevamos a nuestras espaldas una cultura cinematográfica desde que nacemos que no tenían las personas de finales del siglo XIX o comienzos del XX.
Siempre es bueno reivindicar a nuestro Segundo de Chomón, un mago del cine a la altura de Méliès. Pero en está ocasión mencionaré a Ricardo de Baños. El cineasta coloca una cámara en el tranvía de Barcelona y se pone a rodar. No hace nada más ni nada menos que un improvisar un travelling. Vemos las calles de la ciudad Condal repletas de personas. Y algunos hombres se quitan el sombrero y saludan a cámara cuando ven pasar el tranvía. Y siguen sus vidas.
Hoy en día si alguien ve una cámara se acerca a preguntar cuando sale en las noticias (porque todo el mundo presupone que será una noticia y que él saldrá en la tele y todos los colegas lo verán). No hay esa inocencia, esa ingenuidad con ese fenómeno nuevo y raro que era el cine.
Me gustan los detalles inocentes y casi tiernos de muchas de las películas de aquella época. Uno se queda embobado con la gente que aparece en pantalla y a continuación se van para no volver nunca.
Creo que me encanta este cine porque la única manera de verlo sin aburrirme es con los ojos de un niño. Con fascinación y preguntándome quienes son esas personas. Casi dan ganas de devolverles el saludo. Siempre hay algunos que destacan más que otros, por cómo llevan la bici o por algún gesto. Adoro a los tipos que aparecen en pantalla enmustiados con su cosas y de pronto descubren la cámara. Puede que llevaran un día de perros, pero siempre se sorprenden. Siempre. Y entonces hacen lo que se hacía cuando te topabas con una cámara filmando por la calle. Te detienes, te quitas el sombrero y sonríes. Y luego a continuar con tus cosas.
Luego cuando la cosa empieza a complicarse y desaparecen las panoramas de los Lumière y compañía y el cine empieza a madurar. Pero todavía tiene una época que me sigue enterneciendo.
Una época, ojo, de la que seguimos sin saber gran cosa. Casi todo el material de los inicios del cine se ha perdido para siempre. Hoy en día, por ejemplo, sabemos que Salida de misa de doce del Pilar de Zaragoza no es la primera película española, pero durante muchos años se creyó que sí. Sigue siendo necesario zambullirse y rescatar todo lo posible. Pero claro, la gente en aquellos años no eran conscientes siquiera que debían cuidar el material para el futuro. Hasta que no llegó la filmoteca francesa todo fue un desastre en ese sentido.
Yo sigo maravillado con Chomón y sobre todo con Méliès. Sé que es muy típico, pero bueno, mi favorita sigue siendo Viaje a la Luna. Me vuelve loco. Sobre todo un detalle, que hace que casi llore de nostalgia por el niño que fui.
¿Qué es lo primero que hacen los exploradores cuando llegan a la luna en una capsula espacial que parece hecha de contrachapado? ¿Qué? El hombre llega por fin a la luna, la meta de la humanidad hecha realidad, y ¿Qué hacen los protagonistas?
Se van a dormir.
Pero, ¿Con que sueña un hombre que está en la luna?