Suelo comenzar mis textos efectuando una pequeña introducción histórica para alabar y reivindicar al cineasta autor de la obra que voy a reseñar, pero en este caso recalcar la grandeza e importancia histórica de un cineasta de la categoría de Marcel Carné creo que sería un acto de petulancia por parte de un servidor. La carrera de Carné es de sobra conocida por todos los cinéfilos. A pesar de su corta filmografía (en comparación con otros compañeros de generación), el autor de El muelle de las brumas dejó marcada tras de sí una impronta imborrable en la historia del cine francés, y por ende del mundial. Sus historias, surgidas en sus obras incontestables de la pluma y letra de Jacques Prévert, poseían ese halo romántico, sensible, tétrico y pesimista de modo que embaucaban, y siguen embaucando, al espectador a un viaje hacia un paraje fantástico, armonioso y desconocido —colmado de brumas y oscuridad— casi siempre culminado de forma desesperanzadora merced al empleo de una melancolía extrema a la hora de hilvanar unas fábulas donde existían pocos huecos para la ilusión.
A pesar del ataque que el cine de Carné sufrió a partir de los años sesenta, esta injuria sin sentido se ha ido difuminando con el transcurrir de los años, siendo pues el autor de Los niños del paraíso uno de esos cineastas a los que es indispensable acudir para formarse desde un punto de vista cinematográfico. Resulta difícil señalar una criatura moldeada por las manos expertas de este genio como obra menor. Repasando su carrera he decidido seleccionar para este apartado de nuestra web una película que inexplicablemente ha ido perdiendo el favor del público en España —que no en otras latitudes donde es considerada una de las mejores obras de su director—, quizás ello debido a las carencias de distribución que sufre nuestro país respecto a todo lo que huele a cine o también, porque no decirlo, a cultura. Me refiero a Un drama singular, segundo largometraje dirigido por el maestro que se alza como el primer guión en solitario escrito por su habitual colaborador Jacques Prévert, adaptado de una novela del escritor escocés de novelas de misterio J. Storer Clouston.
Un drama singular, es ciertamente una película muy singular en la carrera de Carné. En primer lugar por su adscripción a un género que el parisino no cultivó en exceso: el de la comedia absurda con aires de vodevil trazado a imagen de una sátira social. Así, el arranque del film recuerda a esas obras torcidas hacia una derivada de intencionado esperpento ideadas en los años treinta por el dramaturgo Sacha Guitry. De esta forma, unos intertítulos nos anunciarán que los personajes de la historia que vamos a contemplar son totalmente imaginarios, renegando de cualquier parecido a la realidad que pueda ocurrir. Sin duda una artimaña muy empleada en esos años en la comedia disparatada en un sentido ácido y crítico, puesto que las aspiraciones de estas obras no eran otras que deformar la realidad para lanzar unos afilados dardos cargados de mala leche contra los convencionalismos y dogmatismos sociales de la época.
Tras esta presentación inicial, una espectacular panorámica nos situará en el escenario de la acción: un pudiente barrio burgués londinense donde nada parece tocado por la semilla de la perversión o la degeneración. Así, en medio de la tranquilidad vespertina un cartel anuncia la celebración de una reunión auspiciada por un íntegro párroco llamado Monseñor Soper (espléndido como siempre Louis Jouvet) en contra de la aberración que supone el éxito que está cosechando una novela de detectives y misterios (titulada El crimen perfecto) escrita por el desconocido Felix Chapel. Ante una audiencia entregada al puritanismo más radical, Soper soltará un discurso para demonizar a ese sátiro Chapel que se ha atrevido a despertar los más bajos impulsos de unos lectores desviados de las obligaciones del buen samaritano, estas son, formar un hogar feliz libre de tentaciones y pecados en cumplimiento de los mandamientos del Señor. Entre los oyentes del parlamento se halla el primo del prelado, un prestigioso y tímido botánico (cuya aquiescencia ha sido totalmente conquistada por su dominante esposa) llamado Irwin Molyneux (con el rostro del legendario Michel Simon), así como un alocado jovencito (Jean-Louis Barrault) quien interrumpirá el rígido discurso del orador para declarar que tras haber leído el libro objeto de debate se ha convertido en un criminal en busca de la comisión de ese crimen perfecto descrito en la novela, manifestando por ello su deseo de asesinar al inductor de su comportamiento desviado.
Lo que nadie conoce es que tras el sobrenombre de Chapel se esconde realmente el indolente Irwin Molyneux, cuya cobardía y timidez para encarar sus insatisfacciones personales le han impulsado a crear un personaje en el cual verter sus filias y aficiones sin ningún tipo de ataduras ni obstáculos. Un desvío únicamente conocido por la esposa de Molyneux, la ambiciosa y engreída Margaret (Françoise Rosay) una dama motivada únicamente por su ascenso en la escala de aceptación social de la ciudad quien admite la liberalidad de su marido animada por el dinero que acarrea esta actividad subversiva.
Para evitar ser descubiertos, Margaret urdirá el plan de hacer creer a Soper que ha decidido huir una temporada al campo con unos amigos para evitar que éste último se hospede en el hogar familiar durante el fin de semana y descubra así la segunda personalidad que oculta su primo. Pero un malentendido provocado por la curiosidad detectivesca del prelado Soper liará aún más el embrollo, al pensar que su primo ha asesinado por envenenamiento a su esposa tratando en vano de ocultar su crimen a sus ilustrados y sabuesos ojos. Ello significará la fuga de Molyneux, quien tendrá que hacerse pasar por el escritor Felix Chapel en su partida, junto a su esposa en un intento de aclarar el entuerto provocado por su cobardía. Todo ello aderezado por la presencia de ese joven que escapó de la conferencia gritando sus intenciones de matar al escritor Chapel quien se enamorará perdidamente de Margaret. Ello inducirá el alumbramiento de una serie de enredos protagonizados por el lascivo Sober (quien en realidad se destapa como un amoral cura liado con una cabaretera que lee a escondidas novelas prohibidas), unos policías despistados e inoperantes que confunden aún más el ya de por sí embarullado caso, así como la aparición de unos geniales personajes secundarios que convierten a Un drama singular en una de las más locas, agudas, divertidas y maravillosas sátiras sociales de todos los tiempos.
Y es que el punto fuerte de la película se halla en esa deformación de los paradigmas de la novela de misterio en la que se basa el guión, para llevar al mismo al entorno de un sainete construido a través de un humor muy fino e inteligente que no disimula una demoledora crítica en contra del puritanismo y de esa burguesía acomodada en la frivolidad y en lo superficial que adopta el patrón de un monstruo guiado por el vicio y el cumplimiento de sus satisfacciones más perversas ante las ataduras y falta de libertades impuestas por una sociedad hipócrita y cruel incapaz de dirigir con buen tino a un ser humano incontrolable en virtud de esos bajos instintos que todos poseemos.
Así, el dúo Carné – Prévert edificó una comedia muy sofisticada y elegante esbozada mediante un fino pincel hilado a través del enredo y el absurdo, donde las risas surgirán más de las situaciones que de los gags físicos. Y es que la naturalidad con la que se encaja el humor en la historia resulta especialmente magistral. De este modo, un simple comentario (el bizarre, bizarre que escupe el personaje interpretado por Jouvet mientras sujeta un cuchillo jamonero por poner un ejemplo) o una sencilla escena cotidiana en la que el apocado Molyneux trata de zafarse tanto de la policía como de esos ojos inquisidores de su primo o su mujer, surtirán de hilaridad irreverente esta fábula trenzada con unas inspiradas gotas de crítica social.
La película no solo hechiza gracias a una dirección de arte que nada tiene que envidiar a las mejores producciones del Hollywood dorado, así como a una fotografía diseñada con una tonalidad ligada al expresionismo alemán donde los claroscuros se mezclan con mucho acierto con esa técnica propia del impresionismo francés obrado con un ojo sobrio a la vez que distinguido en el que el montaje se adivina como parte esencial de la obra. No. Porque lo que realmente me fascina de Un drama singular es sin duda su capacidad para hacer fácil lo difícil así como su inteligencia para hacer comprender lo ininteligible. Y es que a pesar del carácter excéntrico de los personajes que adornan la trama, resulta fácil adivinar en cada uno de ellos el perfil de esos dirigentes y clases pudientes que han sido señaladas por esas fuerzas invisibles que gobiernan el mundo como los elegidos para hacer avanzar el progreso. Unos talantes que bajo la máscara de la moralidad y el cumplimiento de la ley y el orden, corrompen esas doctrinas que tratan de imponer al resto de los mortales en la intimidad de sus hogares, alzándose como los seres más inmorales, corruptos y decadentes que podamos encontrar bajo la faz de la tierra. Y esta opereta, donde lo irreal se da la mano con la realidad más cercana, fue llevada a cabo por Carné con esa clase, sapiencia y talento del que hizo gala una de las leyendas incuestionables del séptimo arte.
Todo modo de amor al cine.