El público estadounidense siente una extraña fascinación en torno a las historias de superación bosquejadas en esas relaciones que se establecen entre esos maestros perseguidos por un tormento interior sufrido en un más que oculto pasado, que imparten su instrucción a unos aprendices que inician su alumbramiento a la vida adulta. Son muchos los ejemplos, pretéritos y contemporáneos, que nos vienen a la memoria que toman como referencia este punto de partida argumental (desde Adiós Mr. Chips, pasando por Karate Kid, El club de los poetas muertos o la más reciente Los chicos del coro). Creo que parte de responsabilidad de ese enamoramiaento sentido por la sociedad estadounidense alrededor de este tipo de historias parte del hecho de la falta de líderes y referentes en nuestros días capaces de guiar a la población hacia la consumación de esos valores humanistas basados en el esfuerzo, el sacrificio así como en la renuncia del propio bienestar individual en apoyo de la dicha ajena. Y es que ante esta pérdida de atrevimiento existente en estas mal denominadas sociedades modernas y del progreso, las historias de inspiración y ofrenda generosa por los demás sin exigir un retorno al propio martirio adoptan la efigie de un pequeño oasis de esperanza en un ser humano para el que se atisban tiempos bastante negros.
Por tanto no me extraña en absoluto que una película como The Fencer haya sido elegida por la Academia de Cine finesa como representante del país nórdico tanto para los Globos de Oro como para los premios Oscar. Así la cinta explota a través de un relato de ficción perfectamente hilvanado y desarrollado por el muy interesante Klaus Härö, una historia inspirada en un mítico tirador de esgrima llamado Endel Nelis quien tuvo que exiliarse de sí mismo debido a la persecución que el Régimen Stalinista firmó contra él, acusándole de haber llevado a cabo trabajos de colaboracionista durante la ocupación alemana. De este modo, la película arranca mostrando la llegada de un solitario y temeroso maestro (Endel) a un pequeño pueblo de la Estonia profunda. Se trata de un tímido y apacible instructor quien se ofrece como docente en la escuela del lugar, regida por un director estricto cumplidor de los dogmas del buen comunista.
Pronto averiguaremos que detrás de ese carácter paranoico que hostiga a Endel se esconde un desertor que ha optado por la clandestinidad para huir de la reciente persecución dirigida por los servicios secretos rusos en su residencia de Leningrado. Caza destinada a encerrar a todo aquél tachado como sospechoso de haber simpatizado con el enemigo nazi durante los sangrantes años de la II Guerra Mundial. En virtud de su excelente expediente como educador de esgrima, Endel será aceptado en la escuela como maestro de educación física, iniciando de este modo una buscada tranquilad apartado del ruido y peligros inherentes de las grandes ciudades.
Endel se enfrentará con una clase compuesta por unos niños desmotivados ante la falta de interés y recursos presentes en la escuela para impartir con un mínimo de calidad las clases de gimnasia. Sin embargo, la casualidad ofrecerá a Endel un punto sobre el que partir para motivar a sus discípulos y asimismo explotar sus conocimientos acerca del ejercicio que ama: la esgrima. De este modo, Endel emprenderá la formación de un club de esgrima en contra de la postura del director del centro (quien observa este deporte como un paraje contrario a los dogmas del comunismo), gracias al sustento de los familiares de los niños. Unos infantes que observarán al recién llegado como ese padre ausente perdido en el frente de guerra esencial para guiar con disciplina y entusiasmo sus primeros pasos hacia el descubrimiento del mundo adulto.
En este sentido, The Fencer alumbra como una historia de segundas oportunidades y renacimiento, mostrando como el carácter seco y reservado de Endel irá desapareciendo a medida que crece el interés de sus pupilos por aprender la esgrima. Un juego que será mostrado por Härö como una especie de camino de liberación tanto para el propio Endel como para unos alumnos que cambiarán su estado de depresión y falta de expectativas por esa pasión irradiada en virtud de su pertenencia a un grupo guiado por un objetivo común: la participación de la escuela recién constituida en el pueblo en un concurso internacional celebrado en la ciudad de Leningrado —precisamente la urbe de la que Endel tuvo que huir por motivos políticos y que pondrá al profesor en la disyuntiva de tener que elegir entre su propia seguridad o la consecución del logro común y por tanto sacrificar su tranquilidad en favor de la felicidad de sus queridos alumnos—.
La película narra de forma muy hábil y entretenida las diferentes peripecias habituales en este tipo de historias de redención alumno/maestro, exhibiendo en un primer momento esa desconfianza inicial que irá tornando hacia un incipiente encuentro de afinidades, desembocando finalmente en una adscripción total donde las enseñanzas del educador serán absorbidas por unos alumnos que observarán a su monitor como un guía cuyos consejos marcarán de forma imborrable el resto de sus vidas.
Asimismo, la cinta combina con mucho acierto los paradigmas del melodrama histórico con ciertas gotas de intriga y suspense, derivadas del incierto futuro que acorrala al protagonista merced a la persecución sobre su persona dictada por unos servicios secretos soviéticos cuya presencia se siente latente en cada instante del film, otorgando esa sensación de amenaza y peligro que eleva la tensión del film hacia cotas de un thriller de reminiscencias clásicas.
Desde una perspectiva formal la película cuenta con un sólido y envidiable contorno visual, gracias a un diseño de producción que radiografía con excelentes resultados la atmósfera opresiva de ese Stalinismo de principios de los cincuenta. Igualmente, la cinta exhibe una fotografía muy académica y elegante que atrapa, a través de unos encuadres preciosistas, el paisaje humano y medioambiental representativo de la Estonia de mediados del siglo XX. Por ello The Fencer merece ser calificada como una película muy sólida que ciertamente merece la pena, construida con unos cimientos que aseguran tanto el entretenimiento como un más que seguro buen sabor de boca.
Existen por tanto pocos peros con los que censurar a The Fencer. Quizás sus detractores puedan achacar que se trata de una película muy convencional que aporta poca novedad a lo ya fluido en las obras más aclamadas del subgénero al que pertenece. Cierto. Quizás el final de la cinta adolece de cierta garra y riesgo, siendo su desenlace un hecho previsible que no induce a la sorpresa. También el montaje con el que Klaus Härö adorna la escena final de la celebración del torneo de esgrima recuerda y mucho a la escena análoga de la cinta original de Karate Kid, punto que puede impulsar a los críticos del film a minusvalorar el resultado final del mismo en base a ese halo convencional y rutinario efectivamente presente en el tramo final de la cinta, optando por una corrección de fabrica en detrimento de una profundidad más ligada a ese cine de autor audaz y comprometido.
Pero las minúsculas trampas que contiene un guión ideado para gustar a una amplia mayoría mediante la deformación de una gran variedad de clichés y elementos ciertamente repetidos en otras obras de similares contornos, no serán óbice para denostar el resultado final de un producto que bucea en los paradigmas del melodrama clásico ofreciendo un relato muy bien trenzado y ejecutado por un Klaus Härö que demuestra ser un cineasta muy eficaz, esteta y preparado para dar el salto a la dirección de proyectos de mayor responsabilidad presupuestaria y popular.
Todo modo de amor al cine.