La relación entre la infancia y la guerra es una temática que ha devenido relativamente recurrente en el séptimo arte, tanto dentro del cine de autor como del destinado a amplias audiencias, yendo desde clásicos como Alemania, año cero (1948) de Roberto Rossellini, Juegos prohibidos (1952) de Réne Clément o La infancia de Iván (1962) de Andrei Tarkovski, hasta grandes filmes como Adiós muchachos (1987) de Louis Malle, La tumba de las luciérnagas (1988) de Isao Takahata o La lengua de las mariposas (1999) de José Luis Cuerda, pasando por una ristra de infinitas mediocridades entre las que cabe destacar un éxito de taquilla como La vida es bella (1997) de Roberto Benigni o adaptaciones oportunistas de ‹bestsellers› como El niño con el pijama de rayas (2008) de Mark Herman.
En realidad, es sintomático que la mayor parte de este tipo de creaciones suelan partir de un material literario preexistente, o bien sean guiones del propio realizador. Porque lo que distingue la dispar calidad de cada una de ellas es la capacidad de su máximo responsable para armar un discurso visual coherente y relevante, y no confiar en exceso en la fuerza de la historia de partida. O dicho de otra forma; en general, todas estas obras cuentan con un sólido cimiento narrativo, impregnadas como están de la inevitable emotividad que resulta del choque entre la mirada inocente del niño —o preadolescente— y la más inhumana y viciada de las realidades (una contienda bélica). Sin embargo, “conmover” no es sinónimo de “convencer”, y pronto los directores que no están a la altura del material original caen con facilidad en el sentimentalismo, la blandura y, en general, en un sinfín de tópicos donde el maniqueísmo, el moralismo y la propaganda asoman como sus peores defectos.
En este sentido, Secretos de guerra de Dennis Bots logra eludir muchos de los clichés de las malas películas del subgénero, gracias especialmente a la austeridad de la realización, que evita los excesos melodramáticos, y a la inteligente adaptación de la novela original a cargo de Karin van Holst Pellekaan, de forma que todos los personajes, incluso los de origen alemán o los de simpatías nazis, resultan complejos y creíbles.
Una vez dicho esto, señalar asimismo que el filme no tiene nada digno de recuerdo, básicamente porque se inscribe en esa homogenización del cine para el público en general irradiada desde Hollywood e implantada en la mayoría de filmografías del Primer Mundo. De ahí que, de no ser por el idioma en el que está rodada —el holandés—, careceríamos de pista alguna para saber si la cinta es inglesa, noruega, francesa, alemana o polaca, por citar una serie de nacionalidades al azar. De ahí, también, que se atenga a los estándares más clásicos y manidos del desarrollo discursivo; por poner un ejemplo, los momentos más sentimentales se narran mediante primeros planos montados en corto con planos y contraplanos, mientras que los de acción/intriga suelen recurrir a tomas generales y a leves movimientos de cámara.
Así que, si Secretos de guerra logra mantener mínimamente la atención de la audiencia es, de hecho, porque el argumento apela a la capacidad de empatía más elemental de cualquier persona con algo de sensibilidad. Lo cual no es óbice para que el espectador más avezado no pueda adivinar con facilidad el desarrollo de la trama y no le decepcione el final —lo peor de la pieza—, no solamente por el giro consolador de los acontecimientos sino, sobre todo, por la plasmación visual que Bots hace de los mismos.
Y es que, teniendo en cuenta que el autor tenía al alcance de la mano las increíbles potencialidades simbólicas de un elemento tan relevante para el relato como es la cueva en la que juegan los dos jóvenes protagonistas, Tuur (Maas Bronkhuyzen) y Lambert (Joes Brauers), desperdiciar por completo dicho componente metafórico en pos de un supuesto realismo es doblemente grave. De esta manera, el director se limita a insinuar, toscamente, cómo los bandos son a menudo impuestos y no elegidos en una secuencia de cierre que produce cierto bochorno. Aunque no he leído la novela de la que parte, posiblemente su autor, el galardonado escritor de literatura infantil Jacques Vriens, sí es capaz de armar un universo más sugerente, más profundo y más sutil que el contenido en la definitivamente insulsa Secretos de guerra.