Loznitsa es un cineasta que se ha movido por parte de los países que formaban la URSS. Nacido en la actual Bielorrusia, crecido en Ucrania y estudiante en Rusia, su firme defensa de la revolución Ucraniana (para algunos, entre los que no me cuento, simple golpe de estado perpetrado con la ayuda de organizaciones de extrema derecha) no le impide tener una cierta identidad de la cultura y lengua rusa. Sus películas y documentales reflejan esa identidad; lo mismo se va a Kiev a grabar las revueltas de Maidan (crítica aquí) que adapta uno de las novelas más importantes Bielorrusas (críticas aquí y allá) o que se va a Sarajevo a hacer un homenaje a la ciudad que fue sitiada y machacada en la década de los 90.
No conozco sus primeras obras (nuestro compañero Pep ya hizo alguna reseña), pero desde hace unos años a todo festival que voy él está ahí. Y de sus últimos trabajos podemos decir que está obsesionado con mirar el pasado para comprender el presente. Maidan era un paréntesis, al retratar un momento muy concreto y conciso de lo que era de rabiosa actualidad en ese momento. Tiene muchos aciertos, pero lo cierto es que se quedaba corto, sobre todo porque tras Maidan vino una guerra civil en el este del país, hoy olvidada por Occidente, que no queda reflejada en su documental así como la posterior pérdida de la península de Crimea en favor de Rusia (o la recuperación de un territorio absurdamente cedido a Ucrania según otros, elijan, nada es nunca tan simple).
Seguramente Loznitsa quedó más que satisfecho con su trabajo, pero quiso seguir profundizando en el tema. Así que ahora retrocede 25 años, para hacer una auténtica demostración de montaje en un collage de imágenes de archivo sobre aquel 1991 en San Petersburgo.
El muro de Berlín ha caído. Los países satélites se despojan del pesado recuerdo del comunismo. Las reformas iniciadas en la Perestroika de mediado de la década de los 80 ha inducido libertad en el pueblo ruso. Pero en Rusia lo viejo aún no ha muerto y convive con una democracia todavía en estado de gestación. En 1991, alarmados ante el desplome de todo el mundo soviético, intentando retener el poder e impidiendo la desintegración de la URSS y en medio de una profunda crisis económica, un sector de los comunistas dan un golpe de estado para abortar (nunca mejor dicho) las ansias de libertad del pueblo ruso.
Ese es el contexto del documental, siempre en San Petersburgo, desde donde no nos moveremos para analizar otros escenarios (en Moscú los tanques salieron a la calle, en los países bálticos la sangre llegó a derramarse, etc), al que sólo accederemos de oídas. A Loznitsa no le hace falta abandonar el corazón del que fuera la ciudad con más actividad en aquellas fechas.
Lo que sigue se articula en dos sentidos. En primer lugar Loznitsa reconstruye milimétricamente los acontecimientos en la ciudad rusa ayudado con abundante material de archivo. Pero su intención no se limita tan sólo a la recuperación histórica o informativa de aquellas jornadas históricas que terminaron por acelerar el fin de la URSS y la llegada de una (muy débil) democracia. En este sentido no estamos ante una glorificación de aquella transición del comunismo a la democracia. Porque para Lonitzsa la transición acabo siendo el paso de un estado dictatorial comunista a otro estado con las formas del capitalismo salvaje, dominado por la oligarquía.
El verdadero objetivo del cineasta es contrastar a aquella Rusia con la de hoy en día. Su mirada retrocede en el tiempo para poner en contexto de donde sale la Rusia de hoy. De hecho, mientras aquellos días tenía un héroe nacional, Boris Yelsin, con su icónica imagen subido a un tanque en Moscú , el documental nunca sale de San Petersburgo, en ese momento todavía con el nombre de Leningrado. Y en uno de los momentos de confusión podemos ver a un hombre con gafas de sol meterse en un coche. Ese hombre es igual que Putin, presidente ruso en la actualidad, pero con pelo. De hecho, es él. Sólo aparece unos breves segundos, pero es él. La Rusia de hoy en día, viene a decirnos Loznitsa, ya se estaba fraguando en ese momento.
Así que el documental sirve como contraste. Tenemos un pueblo que sale en masa a defender las reformas democráticas o que se horroriza cuando escuchan las noticias de la sangre derramada en el Báltico (cuyos países anhelaban la independencia). ¿Intenta Lonitzsa también comparar Maidan con San Petersburgo? Podría intenderse así, pero su mirada es más bien de tristeza ante unos acontecimientos que la ciudadania rusa, y en especial los habitantes de la todavía Leningrado, vivieron como la defensa a ultranza de la democracia.
¿Qué queda de esa Rusia? Si esos tres excasos días donse se llevo a cabo el intento de golpe de estado acabó por acelerar la muerte de la URSS (los últimos compases del documental giran entorno a esto, con la recuperación de la bandera nacional rusa o el nombre de San Petesburgo), hoy en día Rusia se ha lanzado por otro camino totalmente opuesto.
Loznitsa, que por edad bien podría haber formado parte de las manifestaciones del pueblo ruso en el 91 y que muestra dicho acontecimiento con gran entusiasmo, también ha sido defensor de Maidan. Pero aquellos días del 91 trajeron la Rusia contra la que Maidan se levantó (aceptando Maidan como revolución democrática, con todos su matices y sombras).
Esa puede ser la deprimente lectura del documental.
Interesante reconstrucción histórica con un trabajo descomunal de imágenes de archivo que dan forma al documental. Pero más que este hecho que ya de por si podría resultar remarcable, la mirada, la intención del cineasta, vuelve la vista atrás para comprender el presente. Y las conclusiones son deprimentes.