Sesión doble y domingo. Dos conceptos inseparables en esta web que quincenalmente nos traen un par de títulos ligados entre si para el disfrute del personal. En esta ocasión, la premisa no puede ser más suculenta: terror en la carretera. De ella, emergen dos joyas setenteras como Carrera con el diablo de Jack Starrett y Semáforo rojo (Cani arrabbiati) del cineasta italiano Mario Bava. Pónganse cómodos, y disfruten:
Carrera con el Diablo (Jack Starrett)
La carretera y el terror son dos conceptos cuyo nexo se antoja bastante interesante. Aprovechada por el cine en contadas ocasiones (pero en su mayoría de forma bastante eficiente), esta unión ha dejado títulos tan emblemáticos como El Diablo sobre Ruedas (un telefilm rodado por un joven llamado Steven Spielberg) o Carretera al Infierno, película ya enclaustrada en aquel mítico y reivindicable cine de género de los 80. Quizá por la extraña mezcolanza del vacío que enseñan esas carreteras secundarias de la América Profunda con un terror que lejos del susto fácil su principal pretensión es la de llevar las emociones de los personajes al límite, esta forma de retratar el horror a través del asfalto ha dejado para la historia una serie de películas con cierto halo reivindicativo, siendo Carrera con el Diablo una de las principales y primerizas muestras.
Protagonizada por los siempre agradecidos rostros de Peter Fonda y Warren Oates, y dirigida por un Jack Starrett que venía de dirigir una ‹blaxpoitation› del calibre de Cleopatra Jones, la película supone un admirable resultado de mezclar las ‹road movie› emergentes de la época con el terror satánico que películas como La Semilla del Diablo o El Exorcista habían puesto en la cresta de la ola del cine de género de la época. Y es que Carrera con el Diablo comienza como un interesante viaje a través de esa América desértica y calurosa tan recurrente en aquella fantástica década de los 70, con un ritmo pausado que se verá truncado con el punto de inflexión en el que nuestros protagonistas sean testigos de una ceremonia satánica. Será a partir de entonces cuando la inocente ‹road movie› a la que estábamos asistiendo se convierta en un brillante thriller con un pulso narrativo sabiamente utilizado, donde seremos testigos de un fantástico retrato de terror psicológico en su máxima expresión (sin caer en clichés baratos tan propios del género) confluyendo en la aterradora postal de esos paisajes vacuos y calurosos donde el componente emocional de los personajes parece emerger sin ningún atisbo de final, como bien se mostró en otras películas del fantástico contemporáneas como La Matanza de Texas, aquella modestísima pieza que Tobe Hooper convirtió en uno de los principales exponentes de ese terror rural tan imitado en nuestros días.
Starrett realiza un gran trabajo sacando tanto provecho de un guión cuya narrativa se antoja ciertamente esquelética, retratando a la perfección esa sensación de claustrofobia y demencia que los protagonistas parecen destinados a sufrir. Lo interesante es ver también cómo el director empapa la historia de un horror más elaborado de lo que a priori cabría esperar, sin caer en el fácil recurso del terror acartonado. La película puede servir a modo de ejemplo de ese cine de género enmascarado (su aspecto de ‹road movie› señalado anteriormente la hace potenciar aún más su encanto) parido en una década donde el descaro de las propuestas impedía lastrar al producto por los terrenos más convencionales del momento. Carrera con el Diablo triunfa en mostrar esa paranoia extrema en el grupo de protagonistas (con un claro objetivo de contagiar al espectador) no sin antes demostrar una gran habilidad en desarrollar con cierta contención cada uno de los géneros en los que la cinta se columpia, pasando de la acción al cine de género en un suspiro. Una película a reivindicar, con el encanto y buen hacer de otras muchas propuestas que un día decidieron empapar de horror esas viejas carreteras norteamericanas.
Escrito por Dani Rodríguez
Semáforo rojo — Cani arrabbiati (Mario Bava)
Semáforo rojo, además de como (pre)testamento fílmico del ilustre Mario Bava —símbolo imposible de desligar del género del ‹giallo›, siendo uno de sus máximos y más prolíficos exponentes— nos sirve también para atestiguar su condición de ‹rara avis› dentro de la filmografía del italiano —dónde entrarían además, sin duda, sus dos ‹spaghetti western›. Pero no queramos escudarnos en esta anomalía temática —y formal— dentro de la obra de Bava, pues Semáforo rojo (traducción al español de un título mucho más lúcido y pertinente como Cani arrabbiati) es una película notabilísima, en donde se nota la mano eficaz y talentosa de un director que, eso sí, siempre trató de diseccionar el origen del mal —terriblemente visceral e incómodo— del que hacen gala sus personajes.
Recogiendo el testigo que dejó allá por 1971 Spielberg con su modélica El diablo sobre ruedas (Duel, 1971), Bava nos mete de lleno en una espiral de horror, humillación y penosa supervivencia que tiene como protagonista la carretera. Si en la película del director estadounidense el origen del terror germinaba de un diabólico camión, aquí procede de una banda de maleantes que, en su huida tras un atraco, y dejando atrás un buen reguero de cadáveres, acaban secuestrando un coche en el que viajan un hombre y un niño en apariencia enfermo. Mención especial merece el inicio de la cinta, una verdadera explosión de violencia a raudales que no deja un segundo de respiro al espectador.
Es justo cuando empieza el secuestro que nos vemos abocados a un viaje sin retorno, al más claustrofóbico de los horrores. No sólo vamos a lidiar con la amoralidad de unos sujetos enfermizos e imprevisibles, sino que lo haremos también con el constante nerviosismo e histerismo que transmite Maria, otra de las secuestradas. El planteamiento discursivo de Bava, sin embargo, deja poco espacio para la misericordia y el optimismo, algo que vemos en la granulación y la aparente dejadez de la fotografía, o en el tono vertiginoso de su melodía principal, y en cada uno de los actos de sus personajes, que harán incomodar hasta al más pintado de los espectadores.
En el plano actoral es necesario destacar el personaje interpretado por Riccardo Cucciolla —en un papel de mucho más empaque del que aparenta— como inalterable secuestrado, amén del trío de secuestradores, a cada cual más excesivo y visceral (bueno, vale, obviemos la cara de palo de Maurice Poli). Es su personaje —el de Ricardo— el que lleva a cabo un juego de espejos, en un tramo final de película despiadado, incluso brillante, que no dejará a nadie indiferente, y que no hará más que dar argumentos a favor de la solidez de la trama, así como de la eficiencia de Bava a la hora de filmar con mucho pulso una cinta dónde la tensión narrativa y el suspense registran cotas elevadísimas —el italiano lo subraya y lo resuelve con mucho oficio mediante primerísimos y sudorosos planos, muy del estilo de Leone en sus ‹spaghetti›—. Es por ello que Semáforo rojo resulta doblemente reivindicable en una filmografía que muchos se empecinarán (entendiblemente, eso sí) en «empezar por» y profundizar en los ‹giallos› que, al fin y al cabo, le han dado la denominación de autor.
Escrito por Maties Tugores