Un Furby acusador. Imaginad una película donde ese aparato que mezcla ojos diabólicos y pelo suave y llamativo traslada tus pecados a lo mecánico y digital y te habla de tus males como persona. La tentación es máxima y el desconcierto único, paralizante. Un Chiquito de la Calzada vírico. Imaginad ahora una película donde un GIF del cómico representa la intrusión en la realidad, dejando claro que lo visto en pantalla siempre pertenece a una farsa, interrumpida por lo obsceno e incómodo.
Videofilia (y otros síndromes virales) es mucho más que dos anécdotas que te dejan fuera de lugar. Su intención de derrocar la realidad en base a lo que dos jóvenes alejados de lo conocido como convencional manipulan a través del mundo virtual en el que una mayoría se encuentra encerrado. Para ello Juan Daniel F. Molero se olvida en cierto modo de comprometerse con el ordenador en sí y envía por caminos adversos a sus anti-héroes en un mundo plagado de conspiranoias, sexo, redes sodiales y drogas.
En esta especie de distopía anclada a su modo a la realidad, se juega con lo explícito, mostrando sin tabúes cualquier interacción sexual, entre protagonistas o videada, ante la obsesión de no traspasar la pantalla para gozar del onanismo perpetuo, defendiendo el papel de pajillero y su consumo con más ahínco que lo carnal. A esto se le unen los discursos apocalípticos que planean sobre la acción como un fin que no llega, un ataque agresivo que habla de misticismo, las profecías mayas (que en apariencia no han llegado a Lima), y los mismísimos reptilianos, de modo que unos adivinan y otros purifican utilizando métodos muy poco ortodoxos.
También se juega con lo lisérgico, las drogas tienen su apartado y los propios «bad trip» quedan traducidos visualmente como una base de fallos de imagen que reconstruyen la paranoia, al mismo tiempo que se viraliza sobre la imagen una superposición de ataques «gifeados» como si fuese una interrupción de hackers venidos del más allá que se deslizan por la pantalla, como avisos de una futura destrucción cerebral masiva.
Ambos juegos se mezclan y mientras el director practica con sus experimentos (para eso está el cine, para manipular imagen y sonido sin necesidad de optar por la linealidad y objetivizar el resultado) construye un poético canto a la juventud y el caos, un guiño a las obsesiones particulares que si antes se encerraban en la cabeza de cada cual, ahora se propagan por la red protegidos por el anonimato y cautivados por la huella que queda y se transforma en una mancha que arrastra a incautos destruyendo su coraza, sin poder escapar.
Mientras los vicios quedan plasmados, las improntas se entrelazan y elevan ese aspecto que se mueve entre lo videoclipero y el documento social para que la consecución al caos quede encauzada con conocimiento de causa, y mientras nos hablan de curiosidades nos descolocan con los elementos que aprovechan todo lo nuevo para convertirlo en un ente desfasado (unas Google Glass que al grabar su contenido surge una imagen pixelada y descompuesta, drogas de diseño consumidas con disfraces de anime de los 80, el peluche interactivo transformado en Cinexin pornográfico y todo sentido arcaico con el que se solventan las respuestas relacionadas con el misticismo o la revolución). Parecen neones luminosos que nos anuncian el fin, uno deprimente y desclasificado. Solitario, como todos.
¿Y si es cierto? ¿Y si estamos sumidos en un mundo donde el juego de máscaras digital se nos va a comer a lo Cronos con sus hijos y vamos a desaparecer bajo el control de grandes seres que dominan nuestro pensamiento? Rociemos nuestros cuerpos de ratas, para purificarnos y entrar en el nuevo año con cantidades ingentes de conspiranoias. Quien se haya quedado sin ideas, que se pase por Videofilia (y otros síndromes virales), que además de conseguir unas cuantas ideas decadentes que nos invitan a convertirnos en polvo, podréis ver con buenos ojos que pasara con tanto éxito por el Festival de Rotterdam.
Los malditos piriuanos os desean una feliz entrada al futuro… el 2016.