Abordar un argumento tan delicado como el que narra Brat Deyan (Hermano Deján) siempre supone entrar en aguas pantanosas de las que cuesta mucho salir inmaculado. No es de extrañar que su máximo responsable, Bakur Bakuradze, coguionista y director de la propuesta, haya insistido explícitamente en su voluntad de llevar a cabo un filme alejado de la política. Aunque, de hecho, tendría que haber señalado que también se aleja de la moral, la ética, la psicología, la sociología, la historia, la ontología y, en general, de cualquier elemento de interés relacionado con el tema que trata.
Y es que, para indagar en la escurridiza, por no decir cambiante o inexistente, condición del mal, como si su película fuera una ilustración de esa “banalidad” que le atribuía Hannah Arendt, Bakuradze cuenta los últimos días de la vida de Dejan Staniĉ (Marko Nikolić), un anciano general serbio perseguido por crímenes de guerra, con un estilo tan sobrio, objetivo y desapasionado que imposibilita tanto la empatía como la repulsa del espectador.
Pero hay más; en medio de ese discurso clínico y extrínseco, se producen extrañas rupturas de la continuidad a través de supuestas imágenes de archivo —grabaciones de vídeo domésticas, antiguas escenas en Super-8, telediarios…—, así como de instantes que recrean la propia cinta mediante tomas sin editar de cámaras de rodaje. Ello da lugar a un surreal paralelismo donde el propio realizador interpreta el rol del protagonista y opera sobre algunos de los momentos del filme una especie de embellecimiento —de “hollywoodización”, podríamos decir— para subrayar la imposibilidad de asir la verdad última de los acontecimientos.
En este sentido, la radical opción estilística de Bakuradze es, simultáneamente, el gran atractivo, y también el gran lastre, de la obra. Porque sin duda es encomiable que evite los maniqueísmos o la moralina, dos vicios tan del gusto del cine comercial cuando pretende ponerse “serio”. Como lo es que apele a la inteligencia del público con esas distorsiones del realismo predominante en casi todo el metraje para introducir la ironía, la ambigüedad y el multi-perspectivismo, además de una sutil crítica a nuestro mundo contemporáneo, en el que ver y ser visto parece ser cuanto somos y cuanto nos define. Sin embargo, el férreo empleo de técnicas de ‹cinéma vérité› —la textura documental de las imágenes, el uso de la cámara al hombro, los encuadres frontales y estáticos, los planos laterales y generales…—, produce un progresivo distanciamiento hacia lo narrado que, al no verse compensado mediante ningún tipo de reflexión de calado, deja en el ánimo del espectador una leve indiferencia.
Es una lástima porque en algunos momentos se avista la capacidad metafórica de su autor, léase la escena del cementerio o la del edificio de comunicaciones en ruinas. Asimismo, sin duda hay mucha fuerza en el punto de partida del relato, esto es, el paradójico destino de un caudillo de guerra, antes no sólo temido sino también querido por muchos —como lo prueba su inseparable pistola, regalo de sus soldados—, y ahora condenado a terminar sus días en la miseria y la soledad. Pero todas estas cualidades no son capaces de dotar de solidez al conjunto, que, por otro lado, chirría decididamente cuando el elemento sarcástico se hace más burdo.
Y ello sucede, básicamente, en los tres momentos en que se emplea, contra todo pronóstico en una cinta basada en los silencios y la búsqueda de un austero efecto de realidad, la música extradiegética; encima, una tan completamente inadecuada para el universo retratado como son los dos temas de Henry Purcell y el de John Maus escogidos. ¿La ampulosa y recargada melodía de estas piezas nos recuerda que la belleza y la beatitud también alcanzan a los villanos? ¿Que nadie es “el malo” de su propia historia? ¿Que el bien y el mal (y aun el buen gusto) son relativos? ¿Que no existe más justicia que la humana, y que esta es falible? Pues para ello no hacía falta visionar 113 minutos de una obra tan impecable como superficial y, por eso mismo, tan difícil de elogiar como de denostar.