A principios de los años treinta, motivado por el gran éxito que obtuvo una cinta tan germinal en el género como Thunderbolt del maestro Josef von Sternberg, tuvo lugar un boom en el séptimo arte americano fundado en narrar historias alrededor del universo carcelario y sus diversos moradores. Eran tiempos duros en los Estados Unidos. La Gran Depresión había estallado en el rostro de ese American Way of Life para el que la pobreza y el fracaso no tenían cabida. En estas primarias muestras de cine negro social, la cárcel adoptaba la figura de una especie de paraíso redentor en el que purgar los vicios de una sociedad enferma y decadente en la que no se atisbaba ningún símbolo de esperanza en el corto plazo. El delincuente protagonista de estas fábulas morales lejos de ser radiografiado como un perverso ser nacido de una semilla de maldad al que había que eliminar a toda costa del sistema, por contra era perfilado con una talante magnético, este es, el de un damnificado por las circunstancias y la falta de oportunidades otorgada por un régimen que no funcionaba.
Los grandes estudios de Hollywood aprovecharon este filón asociado al descontento que brotaba de una clase media totalmente martirizada por la crisis económica, que convirtió a los ladrones de banco y gángsters en una especie de héroes a los que adorar en virtud de su lucha contra esos inductores de su caída a los infiernos que abrazaban el rostro de los grandes bancos y entidades financieras, para producir una serie de películas cuyas tramas giraban precisamente en la cercanía de esa idealización en torno al perfil humano de esos delincuentes y su lucha por salir de su descenso a las cloacas sociales en el que se había convertido su destruida vida.
En este sentido, Veinte mil años en Sing Sing se alza como una de las mejores muestras de este subgénero que alcanzó su mayor grado de popularidad precisamente en esos primeros años de consolidación del cine sonoro gracias en mi opinión a las diversas opciones narrativas de las que hacían gala unas historias que contenían un grado de complejidad mucho más profundo de lo que una simple ojeada a su contenido exterior podría hacer pensar. Así, en el caso que nos ocupa, la cinta se presenta como un producto de serie B producido por una filial de la Warner Bros especializada en crear filmes que servían de carta de presentación a una manufactura de mayor presupuesto en esas legendarias sesiones cinéfilas del Hollywood dorado. Partiendo de la novela escrita por Lewis E. Lawes, como responsable del proyecto se situó un casi recién aterrizado en Estados Unidos Michael Curtiz, cineasta que con el paso de los años se bautizaría como el artesano estrella del estudio del triángulo, siendo responsable de títulos de antología como Casablanca o Mildred Pierce por poner solo un par de ejemplos. Igualmente como protagonista absoluto del film se eleva un Spencer Tracy que en paralelo a Curtiz empezaba a dar sus primeros pasos en el cine situándose, pocos años después, en el Olimpo de los grandes actores de todos los tiempos. Cerrando el trío de leyendas, cabe destacar también la aparición en un papel muy secundario de Bette Davis —en el rol de la desconsolada novia del gánster interpretado por Tracy— quien a pesar de su breve presencia ya dejaba atisbar que detrás de ese rostro angelical se escondía una actriz poseedora de un calado especial.
La cinta cuenta con todos los ingredientes propios del género al que se halla adscrita. Así nos encontraremos con un film dotado de un ritmo trepidante que apenas da respiro al espectador así como un montaje que combina poderosas panorámicas carcelarias con ese estilo de rodar del viejo cine basado en la elegancia y en ese gusto por emplear las tijeras para crear una extraña sensación de movimiento y dinamismo tan característica del cine anterior a los años sesenta. Desde el punto de vista argumental la cinta incluye la peculiar historia de redención de un joven criminal, algo fanfarrón, que ha caído en el mundo del hampa en virtud de su entorno social, pero poseedor de un corazón noble guiado por esos códigos de valores de los bajos fondos regidos por el honor y una cierta decencia moral frente a la degeneración encarnada en los abogados burgueses y las clases adineradas responsables de la depresión económica. Del mismo modo en la cinta atisbaremos el temperamento de ese alcaide incorruptible y humanista obsesionado con la disciplina, pero también convencido de las posibilidades de reinserción que la experiencia correccional puede implantar en los reos que llegan a su morada. Todo este engranaje será aderezado con unas buenas gotas de romanticismo idealista así como una serie de cortas pero vigorosas subtramas de evasiones infructuosas, de cautivos desempeñando todo tipo de trabajos forzados, también secuencias que muestran castigos por mal comportamiento en celdas de internamiento y sobre todo una muy buena radiografía de ese microcosmos penitenciario y las diversas relaciones que se establecen entre los diferentes convictos que elevan a Veinte mil años en Sing Sing como un símbolo al que acudir para contemplar en todo su esplendor los orígenes del drama carcelario.
El arranque de la cinta no puede ser más extraño. Unos títulos de crédito muy primitivos exhiben a una serie de reos caminando por los pasillos de la cárcel marcados con un número que representa los años que deben permanecer encerrados para expiar su culpa. Acto seguido la cámara se situará en el viaje en tren que encamina al joven delincuente Tom Connors (Spencer Tracy) hacia la penitenciaria de Sing Sing, una de las más duras del país. En su camino le acompaña su abogado, el sibilino y felón Joe Finn (Louis Calhern), un personaje que desde su misma presentación se anuncia como un peligro para la estabilidad de su defendido Connors. Estas primeras secuencias, filmadas con una aparente sencillez, informarán al espectador del perfil exhibicionista y bravucón de Connors, cuyo temperamento será apaciguado por los comentarios de los policías acerca de la caída en el olvido que seguramente tendrá lugar cuando el delincuente atrapado se convierta simplemente en un número impersonal de Sing Sing.
Curtiz, ofrecerá pequeños rasgos sociales manifestando la adoración que la figura del gánster inspiraba en la muchedumbre, señalando la llegada de Connors a prisión como un acontecimiento social más que como una pena. A continuación, en una magnífica escena, el autor de El halcón del mar presentará con un par de pinceladas la rectitud y carácter insobornable del alcaide que dirige la prisión, el íntegro Warden, quien rechazará una propuesta de soborno de Finn con objeto de lograr un hipotético trato de favor para su representado Connors. Casi sin respiro, la cinta avanzará frenéticamente destapando el carácter perdonavidas del recién llegado que será apaciguado por las normas y severas medidas de disciplina que rigen los dogmas de la prisión. Poco a poco, Connors irá tomando conciencia de sus defectos gracias a las enseñanzas del alcaide Warden quien guiará los pasos de Connors con la intención de lograr rescatar a su predilecto de las pérfidas garras del hampa.
En medio del drama carcelario, brotará un halo romántico con la visita de Fay Wilson (Bette Davis), la novia de Connors quien intentará emplear sus artes de mujer para intentar que el astuto Finn ayude a salir de la cárcel a su prometido. Y así, la cinta seguirá la odisea de Connors en sus diversos avatares en prisión, su superstición irracional que le acarreará abandonar un intento de fuga por llevarse a cabo en su día de mala suerte (el sábado) y su incipiente cariño hacia la rectitud y valores morales del alcaide Warren. Un afecto que será mutuo, lo cual incitará a Warren a dar un permiso de confianza a Connors para visitar a su querida Fay quien se debate entre la vida y la muerte tras sufrir un accidente de coche. Pero en el transcurso de su salida momentánea de prisión, Connors se verá envuelto en un caso de asesinato que le pondrá en la disyuntiva de tener que elegir entre la libertad o el cumplimiento de su palabra dada al alcaide y por tanto su más que seguro camino hacia la silla eléctrica.
Quizás la película adolezca de ese empaque narrativo inherente a una producción de gran presupuesto. Sí. Algunos tramos del guión pueden parecer algo someros e insustanciales. Es cierto que ciertas líneas derivan hacia parajes de fácil consumo dando la sensación de estar poco trabajados desde un punto de vista introspectivo. Así, algunas situaciones se antojan forzadas, esencialmente diseñadas para impedir que la historia se estanque en conversaciones eruditas que entorpezcan la acción contenida en el film. Pero, en mi opinión, ello no es óbice para tapar las virtudes de un film que arroja un brillo que aún resulta fascinante pasados más de ochenta años desde su puesta en circulación.
Y es que Veinte mil años en Sing Sing se eleva fundamentalmente como una obra germinal e inspiradora del séptimo arte carcelario que contiene todos los tics y componentes que convirtieron a este género en uno de los favoritos del público a lo largo de las diferentes etapas del cine popular. Porque si algo caracteriza a la película es su adscripción a ese cine de bajo presupuesto, vigoroso y popular que ayudó a fomentar la cultura cinematográfica entre las clases menos pudientes, o lo que es lo mismo, la divulgación del cine. En este sentido, la obra goza de esa frescura que la escasez de medios otorga a una producción de serie B, a lo que se añade la presencia de un Spencer Tracy que literalmente se come la pantalla ofrendando una interpretación en la que se mezcla la furia inicial con la ternura de una mirada que engancha en virtud de uno de esos personajes colmados de una dignidad moral de los que ya apenas se destilan en una sociedad tan decadente plena de ruina moral como es la contemporánea.
Asimismo cabe destacar el perfecto juego de sombras del que hace gala el film, gracias al talento y distinción de un Michael Curtiz que demostraba en estos primeros productos que filmó en Estados Unidos su capacidad narrativa así como su poderosa puesta en escena de reminiscencias expresionistas. Una escenificación que alcanzará su cénit en esa escena de intento de fuga, donde los claroscuros, los humeantes disparos de gas y los angulares deformados harán las delicias de esos amantes del cine primitivo que guió los pasos de la renovación del lenguaje cinematográfico en la era de nacimiento del cine sonoro.
Todo modo de amor al cine.