Entre la realidad y la ficción, intuyo que en el fondo más cercana a la verdad, nos encontramos con Greek Pete, el primer largometraje de Andrew Haigh. Aquí, Pete es un chico de compañía o chapero, según el término que se quiera dar, pero también trabaja de modelo erótico festivo. Según dice al inicio él mismo, su pretensión es conseguir dinero y ahorrar lo suficiente para tener una casa bonita y una vida más o menos arreglada. Segundos después le veremos penetrando a un cliente. Y unos minutos después le veremos en unas sesiones fotográficas con el rabo en mano. El resto del metraje consiste, sobre todo, en verle conversar a solas con la cámara o en grupo con amigos y compañeros de piso, todos ellos dedicados también a la prostitución.
De ahí que yo suponga —más allá del propio estilo de la dirección— que no hay mucho guion, incluso por la calidad de muchas actuaciones. Cada invitado a las reuniones habla de sus experiencias: violaciones consentidas y no consentidas, la primera vez cobrando, como menor de edad y con un viejo en un cuarto de baño… También se nos muestra cómo se publicitan para atraer clientes, etc. Pero lo que se esconde tras toda la palabrería en apariencia egocéntrica y que, aunque todos oyen, ninguno parece escuchar más que para soltar su versión propia y personal, lo que prima es el vacío sentimental. Greek Pete muestra a un grupo muy escaso de cariño y que, lejos de esa casa en la que se reúne, se muestra fuera de la sociedad, o de lo que la sociedad está dispuesta a ver.
Lo interesante, desde mi punto de vista, es comprobar cómo cada una de estas personas retratadas junto a Pete —intuyo, como he dicho, que reales— cuenta tantas vivencias con esa facilidad y esa falta de pudor (no cuentan cuatro tonterías, precisamente). Algo que a muchos puede asustar (aunque ya habrán huido sólo con lo que he mencionado en el primer párrafo), pero que en el fondo no deja de ser una clara muestra de cómo el lugar en el que está cada uno en la vida le da una visión propia de su realidad, lejos de eufemismos que en otras familias bienpensantes encontramos cada día.
Este semidocumental me ha hecho recordar una conversación que mantuve hace unos años con un amigo de orientación homosexual. Yo le pregunté, porque me daba esa impresión, por qué los gays que hasta entonces había conocido hablaban tanto de ellos mismos (una generalización quizá algo vaga, pero que sirvió para su respuesta). Él me contestó que para él era algo lógico; aunque cada vez más, por suerte, la inclinación sexual de cada uno importa menos a los demás, en el momento exacto en el que él se dio cuenta de que le gustaban otros chicos, su mente sufrió una abstracción y un miedo que le convirtió, en cierto modo, en alguien egocéntrico. El hecho de enfrentarse a esa “anormalidad” en un momento de la adolescencia, ver que sus amigas le prestaban mucha más atención por ello, o el simple hecho de tener que contar a su familia un detalle como ese, le hizo completamente diferente, al menos en un sentido.
La película va mucho más allá de este concepto más propio del conocimiento sexual, esto es otro paso. Es ver qué se esconde más allá. Siempre se dice, medio en broma medio en serio, que los hombres homosexuales tienen muchas facilidades para ligar, porque son hombres, y los hombres cuando tienen ganas no tienen ni gusto, y por ello la propia idea de que esta clase de prostitución exista y de este modo, llama la atención, sobre todo —también— por la cantidad de hombres que se esconden bajo una falsa heterosexualidad (quizás). En todo caso, no sé hasta qué punto Greek Pete habla sobre una tendencia sexual o sobre un trabajo oculto y en cierto modo un poco turbio, pero no deja de ser interesante comprobar cómo se vive siendo parte.
La intimidad del que se siente ajeno.