Los sótanos son lugares intrigantes. De entrada, porque están situados en el subsuelo, es decir, debajo de todo lo que se ve. Algo que, trasladado al terreno metafórico de la psique humana, equivaldría a esos espacios en los que almacenamos todo lo prohibido o vergonzoso, aquellos deseos reprimidos que, por nacer al margen de la norma social, ocultamos convenientemente de la vista de los demás. Por este mismo motivo, son también, y por encima de cualquier otra cuestión, recintos de sinceridad, construcciones privadas en las que habitan y logran acomodo esas pulsiones secretas de las que hacíamos mención hace un momento. O, por expresarlo de otro modo, reductos en los que poder materializar una realidad alternativa que resulta presuntamente más deseable que aquella a la que nos enfrentamos diariamente en el exterior. También, en algunos casos, más extraña y aterradora. En los últimos planos de este incómodo documental, Seidl parece subrayar esta idea filmando las fachadas apacibles de unas casas en un barrio residencial cualquiera, con la nota discordante (no por sí misma, sino por lo que hemos visto en todo el metraje previo) de las luces de los sótanos filtrándose por el cristal de sus respectivos ventanucos. En cierto modo, estos planos podrían estar citando al Hitchcock de Frenesí: lo más terrible puede estar sucediendo al otro lado de la pared, pero desde fuera siempre va a imperar la normalidad (necesariamente viciada).
Sería interesante saber hasta qué punto Seidl, ampliando el alcance simbólico de su trabajo, quiere hablarnos de lo que subyace en un país aparentemente tan civilizado como Austria (aún más: en un continente aparentemente tan civilizado como Europa). Las respuestas, en la forma de los diferentes personajes/testimonios que pueblan la película, dan pie a la inquietud: fanáticos de la caza, nostálgicos del nazismo, pervertidos sexuales, ‘cuñados’ con tendencia a la xenofobia, presuntos enajenados… No conozco aún (y lo admito con cierto rubor, pues hace ya tiempo que su obra frecuenta nuestras salas y los circuitos festivaleros de rigor) el cine de Ulrich Seidl, si bien me ha llegado su fama de enfant terrible seducido por la sordidez, los ambientes malsanos y las zonas sombrías del ser humano. En el sótano encaja, por tanto, como un guante dentro de su particular universo, y no es de extrañar que, en su retrato de los diferentes usos que los ciudadanos austriacos dan a sus sótanos, sienta predilección (y dedique, por ende, más minutos) a aquellos cuyas aficiones o vicios resulten más excéntricos y chocantes. La clave está, en cualquier caso, en el enfoque distanciado y neutral que adopta para revelarnos estas parcelas de privacidad tan delicadas.
Es, precisamente, la desnudez moral de los personajes lo que pone en guardia la mirada del espectador, al que se le invita (cámara de Seidl mediante) a contemplar por el ojo de la cerradura la intimidad más absoluta de unos perfectos desconocidos. No importa demasiado que haya (lógicamente) un consentimiento previo por parte de los implicados, porque el acto de mirar adquiere, precisamente por la naturaleza tan insólita de lo que se nos muestra, una connotación invasiva. Seidl resuelve la cuestión amparándose en una frialdad quirúrgica: alejado de juicios morales, se limita a filmar a unos y a otros, dejando al espectador la potestad de interpretar lo que está viendo. En cierto modo, el estilo puede remitir al empleado por Errol Morris en sus primeros documentales (en los que la realidad se sometía a un proceso de extrañamiento a través de la singularidad de muchos de los sujetos entrevistados), si bien Seidl no logra casi en ningún momento trascender la extravagancia agresiva de las imágenes (ya no digamos configurar una poética humanista y profundamente melancólica como la que animaba, verbigracia, Venon, Florida).
La razón puede radicar en el estilo excesivamente encorsetado de Seidl. Si bien su estética gélida, sustentada en un predominio del plano fijo (con una exquisita atención a la disposición de los elementos dentro del cuadro, a menudo con énfasis en el equilibrio geométrico), resulta fascinante la mayor parte del tiempo, no permite que las imágenes se liberen de la mano estricta con que las mantiene atadas su director. Esas figuras hieráticas, ausentes casi, mirando fijamente a la cámara, configuran estampas más cercanas a una naturaleza muerta que a la misma realidad; son imágenes bellas y equilibradas, pero muy construidas, denotando el tono algo artificioso con que Seidl ha elaborado su película. Aún más: denotando la pereza y autocomplacencia que, en última instancia, parecen haber guiado el ánimo del cineasta, quien con demasiada frecuencia se limita a reincidir en lo escabroso (las prácticas de la dominatrix, por ejemplo) sin ahondar en otros personajes que aparecen y desaparecen sin aportar nada relevante a la función.
Esto tiene su lado bueno: resulta inteligente, por ejemplo, la ausencia de respuestas en torno a la mujer que cría bebés de plástico hiperrealistas, pues dota al personaje de un gratificante halo de misterio y fragilidad. Pero, en líneas generales, los objetivos de Seidl parecen demasiado fáciles. Personas con fijaciones tan extrañas como perturbadoras, cierto, pero lo que acaba prevaleciendo es la sensación de habernos quedado en la superficie de casi todo (con alguna excepción, quizás: ahí está el paradójico monólogo de la sadomasoquista, que, desnuda y atada, relata su historial de maltratos mientras Seidl intercala su imagen en mitad de una sesión de tortura light).
Acordando que En el sótano es una película osada, diferente y rica en imágenes de gran impacto, se echa en falta una mano más incisiva (o, simplemente, menos magnetizada por el carácter morboso del material que se trae entre manos) para convertir este documental curioso y desconcertante en una obra verdaderamente importante. Nos queda, eso sí, un ramillete de testimonios inolvidables (con una interesante disertación sobre la relevancia del amor dentro de una relación basada en los principios del BDSM) y la sensación de que, bajo la alfombra de esta sociedad nuestra tan lustrosa y sin mácula aparente, laten todo tipo de inquietantes pulsiones. Quizás, aireándolas, Seidl haya contribuido a sanear un poco nuestra conciencia y a eliminar nuestros prejuicios enfrentándonos a la Otredad en su estado más puro. Bienvenida sea, pues, su última película.