Turbo Kid (Anouk Whissell, Yoann-Karl Whissell, François Simard)

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En esta vida hay que tener humor. Hay gente que se toma todo demasiado en serio, aunque es comprensible cuando todo implica tiempo. Cintas como Turbo Kid están creadas con una finalidad muy específica, incluso el público y el sentimiento forman parte de esa misma cosa que se busca conseguir. Ese objetivo es en sí mismo su mayor problema a la hora de llegar a las masas, pero ¡ay del que le llegue!, qué bien se lo va a pasar.

Turbo Kid es una película de 2015 que huele, suena y se siente como un chicle. Es blanda, fácil de masticar y, pese a la creencia habitual, aún más fácil de digerir. Pero claro, no deja de ser un chicle, y si te lo tragas y no lo masticas bien, debes atenerte a las posibles consecuencias (quizás se te quede un sabor empalagoso en la garganta, te ahogues o te tragues un objeto nada nutritivo). De cómo de entrenada tengas la mandíbula dependerá tu aguante. Si estás acostumbrado a su textura, a su movimiento juguetón, a su sabor y esa extraña sensación un poco psicotrópica que da en la boca (con ese aroma que exhalas cuando hablas), lo más seguro es que disfrutes mucho de su encanto, de su oferta y de sus ganas de agradarte. Sobre todo si prefieres saciar tu hambre salivando, aunque te genere gases y vuelvas a tener hambre cuando el chicle acabe.

En cambio, si eres de los que en su paladar sólo apoya manjares del más alto nivel, aquellos que ofrecen experiencias sensoriales elevadas y en diversas capas, ya sean tragadas con intelectualidad o, en su defecto, saboreadas hasta comprobar todas las notas florales y ese toque a madera afrutada, para después escupirlos en un vaso, el producto del que hablamos te puede resultar algo indigesto.

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Porque Turbo Kid no es un alimento cinéfilo comestible como tal, es una mezcla de látex, resinas, ceras y emulsionantes ochenteros. Puede que hagas muchos globos con un chicle, pero todos los que hagas se desinflan con un dedo y te explotan en la cara. Puede que sea divertido estirar de él al máximo desde tus dientes hacia delante, sólo por ver hasta dónde llega y darle forma. Puede que te haga gracia pegárselo en el pelo a alguien que te cae mal, o tirarlo al suelo para que lo pise uno y ande raro. Puedes hacer muchas cosas, pero al final has de tirarlo, porque no te aporta nada, se convierte en un residuo, a pesar de todo lo que te haya entretenido.

A mí no me gusta el chicle, ni tampoco este cine de los años 80, ni esa música que ahora se usa para conducir, ni esta nostalgia (de los 80 sólo se ha contado lo bueno), ni la mezcla ni el pastiche… pero he de admitir que sí que aprecio a la gente que disfruta de estas cosas. Y lo he sentido, en cierto modo, con la gente de este film, por su historia y por las interpretaciones malas a propósito, de frases ingeniosas y alguna otra bien tirada. Como si más allá de Turbo Kid se vislumbrara a las personas que hay detrás y como si todas se quisieran de algún modo. Transmitir eso ya es algo, una forma de hacer sentir que estás viendo algo un poco personal, aunque lo sea globalmente. Un entretenimiento disperso, simple y que busca sacar al niño que hay en algunos de nosotros (aunque el mío viva más en los 90 y no se acuerde demasiado).

He visto a varias personas mayores de 50 abandonar la sala a mitad de la película, con las primeras vísceras de la pantalla.

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