Nos enamoramos sin remedio de la vida de los demás. Convivimos sumergidos en la necesidad de creer que el que se sienta a nuestro lado lo tiene más fácil para avanzar. Pero tal vez, situados en un tren que se dirige a un mismo lugar, contemplen por el cristal las mismas adversidades a su alrededor.
Cuando nos metemos en la vida de Sara, ella parece estar buscando un lugar específico, anclado en su recuerdo. Parece huir de algo, aunque no sabemos el porqué ni cuánto se prologará esa búsqueda. De una sencilla acción, se comienza a propagar la historia hacia su totalidad. Sara es joven, pero sus ojos influyen en nosotros, transmitiendo una sensación de soledad y desesperanza que tan tarde se debería conocer en esta vida (la opción contraria no existe). Son sus ojos, a través del espejo en el que se reflejan, los que generan un vínculo que traspasa la pantalla.
Sara a la fuga respira a través de una sencilla premisa que recorre el tiempo en contra de todos esos antihéroes que siempre nos han servido de inspiración. Es un anticipo a la gran lucha, a las complejas personalidades que esconden una dura infancia, seguida de una asfixiante adolescencia. Puede que adelante acontecimientos, pero aquí nos muestran cómo una muchacha que espera ser aceptada por los suyos, debe sobrellevar la decepción como un hecho ambiguo que no debería afectarle, esa adolescente que desearía rescatar su niñez, que afronta la vida de los adultos.
Es un retrato tan próximo a la decepción que abruma. Belén Funes es quien tan bien sitúa el abandono en un entorno como un Centro de menores, un lugar ya de por sí difícil en el que encuentra un contrapunto a la situación, con la presencia de Núria, una de las cuidadoras del centro, la persona que intenta guiar a Sara frente a su drama, de un modo necesariamente distante, expectante, un abrigo que no puede traspasar ciertos límites pese al vínculo creado.
Una llamada de teléfono y los ojos de Sara derraman toda la inquietud ausente, esa ilusión que pierde su propia llama, un compromiso quebrado por lo que fluye al aparato. Palabras, sólo palabras, que confirman un significado que nos resulta ajeno.
Sara a la fuga queda anclada a la realidad para transmitir en unos pocos minutos una sensación oprimida y asfixiante, algo que no se relata con lamentos, pero araña desde dentro. Una expresión madura que se contrapone a su joven protagonista y desvela la intención de su directora con buen pulso, consiguiendo que nos rindamos a su historia y sintamos a un mismo ritmo.
Mirar al suelo, ocultar el mundo… pero seguir.