Salvo honrosas excepciones, podría afirmarse que el grueso del cine de género contemporáneo de calidad se encuentra cada vez más localizado dentro de las obras gestadas por el selecto grupo de directores independientes norteamericanos emergentes. Nombres como Jim Mickle y su Frío en julio (Cold in July) o, más concretamente, Jeremy Saulnier, cuya magnífica Blue Ruin se ha convertido por méritos propios en un referente dentro del «neo-noir», demuestran que el espectador más exigente ávido de «thrillers» no encontrará mejor refugio que las producciones de presupuesto modesto e inteligencia desbordante salidas del país de las barras y estrellas.
Jon Watts, realizador nacido en Colorado que participó junto a más de cuarenta fanáticos en 2014 en la locura colectiva titulada Our RoboCop Remake, es el nuevo candidato a engrosar las filas de tan ilustre colectivo, y lo hace de forma un tanto inesperada si se tiene en cuenta que su debut en la dirección fue la terrible Clown producida por el malogrado Eli Roth. No obstante, y tras semejante patinazo, Watts ha resurgido como el Ave Fénix gracias a Coche Policial (Cop Car); una apasionante muestra de hibridación genérica con influencias del western, la comedia negra, el thriller y la road movie que sólo ha necesitado a un pérfido sheriff, dos niños y un coche de policía para salir cubierta con no pocas alabanzas de las últimas ediciones de festivales como Sundance o Sitges.
Coche Policial se edifica sobre los cimientos marcados por los patrones que dictan los cánones de la road movie; género en el que, teóricamente, la causalidad y los conflictos a los que los personajes se enfrentan a lo largo de su trayecto quedan en un segundo plano en detrimento del arco emocional de los protagonistas y su evolución a nivel psicológico. Partiendo de esta base, Watts construye con tanta delicadeza como mala baba un relato sobre la pérdida de la inocencia y la obligación a madurar en un mundo hostil, en el que resuenan constantemente ecos de la eterna Malas tierras (Badlands).
Además del palpable influjo de Terrence Malick, el filme hace gala del dominio sobre el gran plano general y el empleo del espacio a la hora de generar tensión propios de Sergio Leone, y de unos despuntes cómicos que contrastan con lo asfixiante de la trama principal y recuerdan al punto de vista que los hermanos Coen aportan a sus aproximaciones al género criminal.
Todo esto, combinado con intuición, cerebro y una notable elegancia a nivel formal, da como resultado un ejercicio de atmósfera brillante y vibrante a partes iguales.
Más allá del delicioso cóctel referencial, el gran logro de Watts radica en su capacidad de combinar a la perfección un discurso personal en cuanto a tono y estilo se refiere —el cariz contemplativo de muchos de los pasajes de la cinta, su escasez de diálogos y el juego con los silencios…—, con un producto que ofrece noventa minutos del entretenimiento más fresco y ligero apoyado por un Kevin Bacon con el piloto automático, entre lo patético y lo desenfrenado, un guión violento y entrañable a partes iguales, y un tercer acto maravilloso que ejemplifica a la perfección esta perfecta bicefalia capaz de satisfacer a todo tipo de público que sólo los mejores directores pueden conseguir.