Arturo Ripstein consigue con La calle de la amargura este punto intermedio entre realismo y manierismo, entre objetividad y denuncia, que caracteriza las mejores radiografías sociales que nos ha dado la historia del cine. Se trata de uno de esos trabajos que poseen la transparencia de quien no pretende aleccionar pero también la opacidad del autor que tiene un interesante discurso que ofrecer. Su puesta en escena, meticulosamente orquestada (casi se podría decir coreográfica) al tiempo que natural y nada impostada, dan buen ejemplo de ello. Casi parece que el discurso del director tomara forma sin que él lo pretendiera. Pues todo el trabajo goza de una fluidez sorprendente al tiempo que está dotado de una tipología de planos cuidadosamente pensados en favor del discurso: más bien cerrados, acompañados por un acertado uso de la fotografía en blanco y negro que encaja a la perfección con la voluntad de retratar un ambiente desasosegado; cruel por más que pobre y víctima al tiempo que verdugo.
Como sucediera con Los Olvidados de Luís Buñuel y El limpiabotas de Vittorio de Sica, los personajes de La calle de la amargura no son buenos o malos ni héroes o villanos: solamente víctimas de un entorno, supervivientes en medio del caos que luchan por preservar su integridad. De ahí que puedan caernos bien en cierto momento y despertar toda nuestra antipatía en otro: su actitud, en tanto que supervivientes, ha adquirido un carácter camaleónico, siempre alerta de adaptarse a las circunstancias del momento; destapando así muchas de las contradicciones que definen al ser humano por excelencia. Ahí está por ejemplo la escalofriante escena en que una de las dos prostitutas que protagonizan la película hecha del lecho a su anciana madre, quien apenas puede moverse o interactuar con ella y a la que su hija utiliza (bien atada en una silla de ruedas) de reclamo para pedir limosna. Situaciones que denotan hasta que punto las necesidades básicas han pasado por encima de la ética de los personajes.
Lo mismo sucede con los dos enanos gemelos, ambos boxeadores y compañeros inseparables; siempre obedientes a las ordenes que les da su madre, unidos los tres en un enfermizo vínculo familiar para ellos sagrado… Todos son personajes que viven en una situación extrema y actúan según las leyes de la misma. Leyes, por otra parte, tan solo vigentes de forma transitoria e imprevisiblemente cambiantes: así lo vive, por ejemplo, la prostituta a la que inesperadamente le es arrebatada la esquina en la que practica su oficio: justo después de arrancarle de las manos parte del dinero cobrado por su último “trabajo”, cierta mujer que se autoproclama “directora del negocio” le informa de que su contrato ha “expirado”. Pero lo más interesante del trabajo de Ripstein es su capacidad por dotar de humanidad a dichos personajes, por generar hacia ellos repulsión al tiempo que compasión… Buen ejemplo de ello es el desenlace de la cinta, momento en que afloran las debilidades de cada uno, como si en el acto de arrebatarles todos sus bienes terrenales se hubiesen derribado también sus muros psicológicos.