La falta de liquidez económica lleva al ser humano a hacer cosas que, más allá de sobrepasar el aspecto legal, suponen una traición hacia la ética de la propia persona que las lleva a cabo. Es lo que le sucede a Sandrine cuando pierde su trabajo y se ve incapaz de conseguir otro. Para lograr que su madre la acepte en de vuelta al hogar, debe encontrar un empleo rápidamente. No hay mejor opción para ello que el que le ofrece su tío en la perrera que regenta desde hace muchos años. Pero allí descubre que el negocio no es precisamente limpio. El tráfico de animales está a la orden del día, se trasladan perros desde países lejanos como República Checa o Eslovenia que son del gusto de las familias y, por tanto, se venden, con mucha más facilidad. Por tanto, se considera al perro como una mera mercancía que no sirve más que para ganar dinero, hasta tal punto que sacrifican a los perros que tienen más semanas de vida de las aconsejadas para su venta. Un horror si ponemos al otro lado de la balanza el amor y la confianza ciega que el perro ha mantenido siempre en el hombre con el que convive.
Todo esto lo cuenta el cineasta francés Laurent Larivière en Je suis un soldat. Como el título indica, semejante frase es la que parece rondar por la cabeza de la protagonista, interpretada aquí por una Louise Bourgoin que hasta el momento solo había realizado papeles cómicos. Sandrine es una mujer que de repente se ve rodeada por hombres en su rutina diaria. Pese a algunas miradas y comentarios, incluso brotes de violencia o declaraciones de amor subidas de tono, ella se mantiene implacable y no se arruga a la hora de recriminar ciertas cuestiones o de involucrarse en aspectos más rudos de la profesión. Tampoco se puede divisar claramente una objeción a la ilegalidad del asunto más allá de un par de comentarios por lo que, en cierto modo, su personalidad conlleva un cierto riesgo a la hora de contar aquello que se quiere transmitir al espectador.
Larivière retrata con bastante profundidad lo que acaece en estos círculos del mercado negro y que muchas veces escapan al control de las fuerzas y cuerpos de seguridad. Usando tonos apagados para realzar lo tenebroso de los escenarios pero dando luz a la hora de reflejar el sufrimiento de los canes, el director francés tiene claro a partir de qué aspectos quiere despertar conmoción en el espectador; ya se sabe que muchas personas reaccionan de manera mucho más fuerte en el aspecto sentimental cuando los que sufren son los animales y no los seres humanos. Eso sí, el cineasta huye de planos muy explícitos que pudieran considerarse como un recurso demasiado fácil dada la situación.
El mayor problema que se le puede achacar en este aspecto a Je suis un soldat es una cierta tendencia a ser reiterativa, como si varias escenas se reciclasen para volver a utilizarse con posterioridad simplemente modificando ciertos detalles. Llegado el punto culminante de la película, cuando parece que Larivière va a abandonar esta línea justo a tiempo para brindarle a su obra un gran cierre, acaba sucediendo justo lo contrario. El desenlace empobrece el resultado general de la película, ya que el director sí pone en liza esta vez aquella explicitud que mencionábamos antes, condenando a pasar sin pena ni gloria a aquello que era una más que interesante película. No obstante, Je suis un soldat se deja ver por cualquier tipo de espectador y, además, tiene un mensaje muy importante que transmitir. Dos condiciones suficientes para perdonar los mencionados defectos, pero no para olvidarlos.