Una famosa cita atribuida a Alfred Hitchcock nos recordaba que en el cine sólo se debe recurrir al diálogo cuando es imposible narrar de otra manera. No puedo estar más de acuerdo con la afirmación del maestro del suspense. El cine nació como un instrumento para canalizar la evolución de la historia y de la sociedad a través de la imagen. Sus inventores jamás pensaron que años más tarde el sonido y por tanto las conversaciones dialogadas convertirían al cinematógrafo en el sustituto de aquellos seriales radiofónicos que servían de medio de entretenimiento para una clase media que en esos primeros años del siglo XX disponía de pocos espacios audiovisuales con los que perder su tiempo libre. El sonido pervirtió la esencia natural del cine, esta es, la narración a través de la imagen. Admiro por tanto a esos pioneros que sabían contar una historia mediante el único recurso del montaje y la expresión sensorial lograda mediante la unión de imágenes no siempre conexas. El cine en esos años era algo más que la sucesión de escenas lineales. Era poesía. Un arte nuevo que expresaba las inquietudes, fobias y esperanzas de una nueva generación de artistas que divisaban en él ese arma capaz de modificar conciencias vadeando los límites de la creación experimental. Con la llegada del sonido esas expectativas fueron destruidas súbitamente. El séptimo arte optó por transformarse en una máquina de fabricar dinero proyectando películas ligadas más con el entretenimiento que con el riesgo artístico. No se obtuvieron malos resultados con esta nueva vía. Incluso la misma dio lugar a la aparición de un grupo de rebeldes que se resistían a caer en las trincheras del mercantilismo, distinguiéndose del resto de compañeros de gremio por forjar una carrera coherente con sus ideas y forma de discernir el cine, dejando de lado cualquier perspectiva de éxito comercial.
Dentro de este grupo de cineastas cabe destacar al italiano Franco Piavoli. Tras contemplar los largometrajes realizados por este desconocido entre el gran público maestro del cine, he de decir que Piavoli merece ser reconocido como el último mohicano del cine puro tal como fue engendrado por los pioneros del séptimo arte. Su cine nada tiene que ver con lo convencionalmente aceptado. Los diálogos sobran por lo que para disfrutar plenamente de su propuesta, Piavoli busca espectadores exigentes, de esos que se hacen preguntas a medida que observan cualquier acontecimiento que sucede a su alrededor. Para este tipo de público, sin duda la obra de Piavoli no solo se convertirá en fundamental sino que cambiará su perspectiva de visionar el cine. Porque el cine de este genio plantea una vuelta a los orígenes. Un retorno a la imagen como único medio para narrar la historia planteada. Un regreso a la experimentación, a la metáfora y a la poesía como elementos agitadores de conciencias colectivas. Y lo que es más importante para un servidor, la recuperación de la sencillez y de los aspectos más cotidianos de la vida —muy alejados de esas prisas y preocupaciones del hombre contemporáneo que nos desvían de lo realmente importante— como único entorno en el que el ser humano puede alcanzar la felicidad y el sentido a su existencia.
Porque el arte del autor de El planeta azul demuestra que la obsesión actual que existe por alcanzar el éxito profesional y el reconocimiento social a cualquier costa, o igualmente, desperdiciar nuestro tiempo realizando complicadas tareas sin sentido ni objeto alguno supone una desviación antinatural de la sustancia fundacional de la vida. Y es que todo acto vital supone un ciclo con un principio, desarrollo y un cierto final. Así, las estaciones, el amor, los juegos infantiles, los bailes disfrutados a la luz de la luna, la siega del trigo… todo se reduce a un ciclo que se repite desde tiempos ancestrales sin que seamos conscientes de ello. Contemplamos la vida con un enfoque enrevesado y por ello equivocado. El ciclo de la vida de cualquier ser vivo —ya sea el presidente de una multinacional hasta del último currito explotado por su jefe— se reduce a nacer, crecer, reproducirse y morir. Y este sencillo, pero a la vez tan complejo de plasmar, axioma constituye el dogma fundamental del cine de Piavoli.
Y de esta reducción de nuestra existencia a la sencillez extrema es de lo que tratan las diferentes cintas de Piavoli, torciendo levemente hacia una derivada dramática u otra en función de sus necesidades de expresión artística las diferentes tramas que edifican su portentosa y escueta filmografía. Así, Voces en el tiempo constituye uno de los más preciosos decálogos antropológicos de la historia del cine. Piavoli condensa en apenas ochenta minutos del discurrir de la vida en un pequeño pueblo italiano moldeando un relato generacional de impresionantes resultados. Como ya hemos comentado en líneas anteriores, en Voces en el tiempo observaremos, a través de una sucesión de imágenes alegóricas plenas de poesía humanista, el ciclo de la vida gracias a la captación de minúsculas imágenes cotidianas sin importancia protagonizadas por diversos personajes habitantes del pueblo cuya vida es aspirada por la cámara del italiano.
En este sentido en primer lugar observaremos el nacimiento a través de la fotografía de un bello y silencioso amanecer. Los rayos de sol iluminan las tranquilas aguas del río que riega las tierras del lugar. Las ventanas de las casas se abren para dejar entrar la luz que emana de los primeros rayos del sol. Los gatos se despiertan ante los lloros de un recién nacido que irradia vida… La vida germina poco a poco, sin que nos demos cuenta. Y en unos minutos ese recién nacido ya ha crecido. Es capaz de subir unas escaleras, de correr alegremente a la salida del colegio, de jugar con sus compañeros de curso al fútbol en la mitad de la plaza del pueblo. Y de enamorarse. De enrojecerse ante un cruce inocente de miradas con esa persona que nos altera el riego sanguíneo. De descubrir ese primer amor que no se olvida y que nos hace abandonar la niñez para convertirnos en alocados adolescentes que tratan de llamar la atención haciendo locuras a lomo de una moto o contando chistes sin gracia para lograr sus objetos de conquista.
Mientras somos adolescentes la vida parece ser maravillosa. Estamos en nuestro esplendor, disfrutando a tope con nuestros amigos, exprimiendo cada minuto bailando repetitivas melodías, gozando del sexo sudorosos entre espigas de trigo y creyendo que el amor es para toda la vida. Pero las lunas pasan lentamente. Cada día se repite. Los cantos de los grillos y las cigarras se convierten en nuestra principal compañía. La iglesia del pueblo aparece en el horizonte, inamovible desde hace siglos. Y la juventud da paso a la madurez. Hemos crecido y la vida ya no nos parece tan maravillosa. Las reuniones con nuestros amigos ya no son tan festivas. Las conversaciones sin importancia, las canciones populares que nos traen viejos recuerdos de tiempos de antaño y una buena comida han derrotado al desenfreno. Pero el aburrimiento se combate con pequeños momentos distendidos como esos bailes que nos reconcilian con la existencia haciéndonos olvidar lo efímero de la felicidad.
Pero las lunas siguen marcando el reloj del tiempo y nuestra tez se llena de arrugas. En un abrir y cerrar de ojos hemos envejecido. El silencio y la pérdida se han convertido en nuestros principales compañeros. La mirada de la vejez rebosa melancolía y aceptación. Aceptamos que ya no podamos correr detrás de un balón de fútbol. Admitimos que tengamos que ir con bastón para andar o subir unas angostas escaleras. Comprendemos que ya hemos dado todo lo que podíamos ofrecer a este extraño mundo. Y el tic tac del reloj bautiza nuestro despertar diario. Sobrevivimos esperando nuestro fin. Esa muerte con la que el ciclo de nuestra vida termina para dar el relevo a una nueva generación que al igual que la nuestra, sufrirá y disfrutará las mismas alegrías y tristezas que han acompañado a todo ser dotado de vida.
Y en estas aparentemente simples líneas he resumido la trama de Voces en el tiempo. Pero no se lleven a engaño por mi rutinaria disección del argumento de esta portentosa obra de arte. Porque este es un film que se disfruta desde los sentidos y la imaginación, siendo por tanto necesario despojarse de ataduras y etiquetas y dejarse llevar por la poesía desplegada por Piavoli. Y es que Voces en el tiempo es uno de los más emocionantes poemas de vida jamás creados gracias al talento del autor de Nostos para responder desde la sencillez de toda una serie de imágenes cotidianas los misterios encerrados en la vida.
Lo que más me fascina de esta joya del cine es su para nada pretensión doctrinal. Voces en el tiempo es una de esas obras que se adapta a la mirada individual de cada persona que la contempla. Ese es su poder. Porque mi enfoque seguramente será distinto al tuyo, si bien ambos serán igualmente válidos. La composición de cada fotograma encierra un dogma que debe ser interpretado, que no descifrado. La belleza de la naturaleza, de los rostros humanos radiografiados por Piavoli, de esos silencios escalofriantes que amparan la tétrica soledad con la que culmina el film —y también la vida— son muestras de la capacidad del director italiano para sacudir nuestra adoctrinada mente con su poderosa narrativa exenta de diálogos, conquistando de esta manera nuestra alma desde lo más profundo. Porque como decía Serrat son aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas las que realmente importan.
Todo modo de amor al cine.