La baza fundamental de We Are Still Here es, qué duda cabe, su ambientación. Su atmósfera. Una película de aires retro que sugiere y alienta una cierta nostalgia del terror camp, de la manufactura delicada, artesanal mimosa. Y sí, es innegable que en cuanto a baza ambiental el triunfo es absoluto: realmente el film de Ted Geoghegan es convincente hasta el extremo. Y no solo por la “reproducción” de un tipo de film de aires setenteros, sino por las sensaciones que transmite.
No cabe duda que estamos en territorio slow terror, en un mundo de frialdad morosa pero constante que a base de pequeños anticlímax te va calando hasta los huesos hasta la “fiesta” final. Que la historia nos la sepamos de memoria (y volveremos a ello más tarde) no tiene demasiada importancia en el fondo. El film no busca precisamente afán de notoriedad en la originalidad de la trama sino en su capacidad de generar malrollismo, algo conseguido parcialmente ya que…
A pesar de los sustos, de la tensión in crescendo, de la delicadeza ambiental hay problemas de fondo que lastran, aunque no del todo, las capacidades, el potencial apriorístico de la cinta. Para empezar está el tema de la sobrescritura. Si la tensión merece un cuidado exquisito a la hora de suministrarla en pequeñas dosis no parece que el guión esté a la altura al constatar cómo hasta 3 veces los personajes insisten en explicar lo que está sucediendo, restando la necesidad de la potencia visual. Por si fuera poco hay una inexplicable vuelta de tuerca en el tono: si el film se basa en el mini susto, en lo lateral, en aquello que acojona pero no se ve, ¿a qué viene ese fin de fiesta efectista, loco y desmadrado? No es que este tipo de finales sean malos per se, pero en este caso se nos antoja un recurso fácil que muestra una cierta duda, una falta de confianza en las posibilidades del miedo vía intimación (e intimidación) amén de resquebrajar parcialmente la coherencia interna de lo visto hasta el momento.
Así pues podemos hablar de We Are Still Here como un producto impecable en cuanto a su relación propósito/factura, pero que desgraciadamente acaba siendo víctima de sus propias ambiciones (y miedos). Un film que de alguna manera acaba canibalizándose a sí mismo al no encontrar el equilibrio necesario entre lo que realmente quiere ser y lo que acaba siendo finalmente. Una película pues, a la que podríamos calificar como adolescente: brillante y energética a ratos pero demasiado deslavazada e inconstante, incapaz de controlar los propios impulsos que lejos de llevarla al estado de nuevo clásico la dejan en mero ejercicio de estilo. De todas maneras vale la pena, ni que sea por lo que plantea y cómo lo hace, valorarla como una apuesta rescante y porque no decirlo (parcialmente) satisfactoria. Y es que un coitus interruptus no deja de ser coito y eso siempre apetece. No digan que no.