Nuevos cineastas que realizan nuevos trabajos. La proliferación de frescura en el cine español es innegable y este año nos está dejando una filmoteca de calidad e historias que mostrar en las salas de cine. Sin embargo, ello no quiere decir que la innovación esté presente en cada proyecto, por lo que tenemos que observar detenidamente otros aspectos que vayan más allá del mero argumento. Un punto culmen para su atracción son las interpretaciones, ese trabajo arduo para todos los directores de casting de dar con el actor definitivo. Vivimos en una etapa cinéfila en la que priman los personajes, algo que no del todo debe ser bueno y, ciertamente, es lo único que ahora mismo podemos valorar.
Dentro de los trabajos patrios encontramos las películas vascas que, sin categorizarlas como un género de cine, están dando muchas sorpresas ampliando horizontes. El Festival de San Sebastián fue la antesala en su edición anterior para proyectar la premier de estas películas y así ocurrió con Un otoño sin Berlín de la directora Lara Izaguirre, la cual comenzó sus primeros proyectos con calidad de documentales y cortometrajes. En su ópera prima la cineasta no defrauda a la hora de mostrar una historia común, que bien podría pasarle a muchas jóvenes de hoy en día. La actriz Irene Escolar, quien recibió una Mención Especial en el Zinemaldia 2015, se introduce en la piel de June, una muchacha que vuelve a su pueblo natal tras pasar un período en Canadá para reencontrarse con los resquicios que dejó en el pasado. Todo lo que encuentra parece que ya lo esperaba, sin embargo, se amolda a las circunstancias y continúa hacia delante en busca de recuperar lo perdido. Su familia, su pareja, su historia. No obstante, lo único que conseguirá será revolucionar el panorama más allá de recobrar sus raíces.
La visión con la que Izaguirre lleva a cabo Un otoño sin Berlín es la de no centrarse en la trama, si no contar una sensación que, si no fuese por la magia del cine, no podría haber expresado. Una consecución de hechos que nos replantea la relación que tenemos con aquellos que más queremos, pues, aunque no estén siempre presentes de manera física, sienten una obligación fraternal de estar a nuestro lado. Consigue plasmar la sensación de amor unida al rencor, sin llegar al melodrama, de unas personas que desean conseguir el mismo final pero el resultado, al igual que las circunstancias mermadas por las huellas del pasado, es muy diferente.
La localización donde se llevó a cabo el rodaje, Amorebieta-Echano, es imprescindible debido a la carga sentimental por parte de la directora, que le lleva a profundizar en su contenido emocional dentro de unos paisajes en pleno otoño. La melancolía está patente y, junto a Irene Escolar, se forma un tándem dotado de añoranza y frustración. Sin menospreciar al reparto formado también por Tamar Novas (Los abrazos rotos, La playa de los ahogados) y Ramón Barea (Negociador), Escolar es la imagen omnipresente de Un otoño sin Berlín, que hará las delicias de aquellos amantes del cine con un toque independiente. Un trabajo admirable debido a su fuerza interpretativa y al hecho de hacer suya la película en todo su conjunto, pues al finalizar la cinta dudamos si la apuesta hubiese sido igualitaria con otra cara diferente.