Los pechos flotan en el agua. Es algo que conozco como una pequeña certeza, algo que experimenta la joven Joséphine, y que advierten cuatro ojos ávidos de carne —los de una persona serán olvidados, los de otra nos atormentarán—, miradas sucias ante la blancura de un cuerpo que simplemente… flota.
Benoît Jacquot nos hace partícipes en este inspirado voyeurismo, quiere que compartamos el deseo de contemplar a una joven peculiar, de una sensibilidad excepcional con su entorno, que avanza unos pasos hacia el abismo y retrocede después, recogiendo ese halo de misterio. Nos pone en la situación de un joven harapiento que la descubre vestida de un blanco angelical frente a la iglesia, la persigue cuando es el rojo el que cubre sus magníficas formas, la confunde con la inmensidad que se abre ante ella si sus ropas son azules. Nos invita en pocos minutos a disfrutar de ella a través de sus ojos, aunque no sean los únicos que la observan.
Jacquot nos complace desnudando a una de sus musas, aunque no es sólo físico este acto. Isild Le Besco, que tantas veces ha trabajado con él desde Sade, se entrega por completo a Joséphine, que es todo piel conectada a sus terminaciones nerviosas, y a su vez, al segundo protagonista de esta historia, el desconocido. Los ojos del hombre sucio nos comprometen hasta tal punto que sentimos por él un rechazo único. Este meticuloso trabajo de Nahuel Pérez Biscayart me hace pensar en el personaje de El perfume: en la novela era grotesco y feo, conseguía captar nuestra fascinación a través de su obsesión; en cambio, en la película se captaba otra sintonía, su curiosidad era bella, su personaje principal, atractivo. En esta ocasión no se intenta complacer a quien examina la historia, ese desconocido desarrolla una orgía sentimental con muy pocas palabras. Su perfil primario resulta repulsivo y contrario a toda racionalidad, aunque en su mirada se atisba una chispa de inteligencia que nos lleva a asquear su presencia y, por supuesto, sus actos.
Dos personajes singulares que nos desamparan, nutren su encuentro de nuestra incomodidad y dan paso al tercer protagonista, el paraje que les envuelve. Un ambiente osco y primigenio domina desde el propio título de la película, Au fond des bois (En lo profundo del bosque), y es por sus abruptos caminos, frondosos escondites y ambientes llenos de naturaleza y salvajismo, donde se imprime toda la fuerza de esta historia. La brutalidad hace acto de presencia. Él camina, ella le sigue, y sus interacciones se confunden con aquel lugar que les acoge, del mismo modo en que, al avanzar la narración, se enredan los roles de cada uno de estos protagonistas, sin manipular nuestras conclusiones.
Hay una sexualidad sucia y forzosa, y la impoluta inocencia de Joséphine consigue que lo abrupto de su cuerpo, lo inestable de su mente y lo profundo de su ser nos desconcierte tanto como a su desconocido, hasta el punto de obligarnos a dejar la oscuridad de la naturaleza en la que tan absortos nos encontramos.
En un principio es esa compleja oquedad femenina la que mantiene el hilo, pero Jacquot basa (como en otras ocasiones) su film en un hecho real que nos devuelve a las civilizadas formas, algo que rebaja la película de experimento a juicio de valor. En el equilibro de lo divino y lo humano, pone en boca de cualquiera la integridad de este paseo por los bosques y sus implicados, y nos baja los humos a todos. Pese a ello, y una vez meditado con tranquilidad, lo cierto es que supone un reto averiguar cuál es la realidad que mejor casa con la sociedad del momento, con lo que se espera de allegados y desconocidos, aunque la otra mirada, la de la observada, es la que más confunde en este lugar, en ese tiempo, en ese gran espacio.
Parece que Benoît Jacquot desea conocer el secreto que esconden las mujeres, las eleva y tensiona a lo largo de su filmografía, y aquí la cámara seduce una condición de bella y bestia, agotadoramente intensos, con un secreto inocuo, perdidos en un horizonte que no conoce límites.