Precisamente esta mañana le contaba a una amiga —cuyo padre es conocido por Aragón como «El valenciano» por sus apreciadas paellas para 200 comensales— que hace poco comí por la zona alta de Cataluña lo que decidieron denominar paella «mixta», y no comprendíamos cómo convivían en el mismo plato trozos de longanizas con langostinos gigantes. Aunque confundir pimientos con langostinos es el cámino más rápido para llegar a la decepción. Aunque la paella, lejos de su hogar, sin langostinos no es considerada paella.
No quería desviar la atención hacia una crítica culinaria, pero por absurdo que suene esto que acabo de contar, mucho tiene que ver con la vida, y otro tanto con El complejo de dinero. Parece que Rodrigáñez conoce una historia concreta y la quiere generalizar para que cada uno adopte su propia postura ante ella, aunque no la conozca de nada, y a alguno le parezca pobre por faltarle un mísero langostino.
Yo no pude contener mi curiosidad y tuve que recurrir, al terminar de verla, a la historia original en la que se basaba, para conocer en realidad el punto de conexión con la misma. Una mujer —llamémosla Franziska zu Reventlow, autora de Der Geldkomplex—escribió un libro donde todos ansiaban dinero y veían pasar el tiempo y el mundo, en un lugar donde arribaba un hombre, una novia y un idiota. Y fiel a la narrativa así lo contempla la película, pero… quién necesita referencia cuando tiene libertad para expresar la espera.
La paella es recurrente como para arrimar la cámara a una real, que está hirviendo, anunciando sentirse preparada para la llegada del arroz, mientras a su alrededor se suceden comentarios evocadores, alucinógenos, impertinentes, todos fuera de lugar que nos seducen y divierten al no expresar nada con literalidad. Pero algo hay escondido tras el fogón, hay personas fuera de campo que imprimen su huella a esta historia, que vanalizan la existencia y, en escenarios discontinuos, luminosos, abiertos y solitarios comercian con algo material que no vemos en ningún momento. La burguesía nunca muere. Son las riquezas monetarias las que se perciben como propuesta, las que descubres al finalizar, pero las mismas no se consideran en escena. Adultos y eruditos que disfrutan de un descanso, tal vez perpetuo, en unas tierras donde las manos son las que deberían aportar todo el material necesario.
El complejo de dinero es un hilarante retrato del sinsentido que implica esperar, cualquier cosa, y un ácido compendio de críticas hacia unos personajes que amas pese a desvirtuar sus múltiples defectos. En ella se cuece una historia que crece de un modo paralelo, independiente, que genera un día tras otro para no confundir una mezcla de situaciones alternas, cuando realmente hay una línea que genera la pauta. Cantan, gozan… y esa es mi sensación, esperan. Así que una historia a todas luces sencilla, paraliza la realidad y hace surgir una reflexión plural, pero también a la burguesía —que no quise matar antes— a tomar la fresca en calzoncillos, y revierte de nuevo en un complicado cauce de indignación velada.
No es una película de una sola vez, es un pecado continuo que invita a muy variadas lecturas. Donde hay una sinrazón contemplativa, la subjetividad varía dependiendo del día en el que uno se sumerja. Yo lloraba por las tomateras torturadas durante el rodaje por tumbarse alguien sobre ellas, cuando lo significativo debiera ser a todas luces un castillo de naipes con libros de economía. Demasiadas opciones para una única vez. Cuando una película te invita a soñar con su recurso, te atreves a doblar la rodilla por ella.
Y la rodilla la presto porque una de sus protagonistas hizo de gallina, y yo recordé a Svankmajer, el experto en aves tontas y productivas (no desmerezco a Buñuel, pero lo del checo ha impactado sobremanera en mi vida con este tema) y puede que con una simple asociación, una película que ya me había comprado (sin dinero) me hiciese rendir pleitesía. Aunque el arroz, con langostinos, no es paella.