A veces no nos damos cuenta de lo afortunados que somos los que nacimos y vivimos en países del primer mundo. Por fortuna, el cine se encarga de recordarnos cada cierto tiempo que, en otras zonas del planeta, factores como la pobreza, la injusticia y la falta de oportunidades son un componente básico en la vida del ciudadano medio. Es el caso de La Habana, donde el pequeño Reinaldo ve como, en apenas cinco minutos su futuro cambia; de una vida hecha a base de penurias, pero feliz dentro de lo que cabe gracias a pequeños placeres, pasa a contemplar dos desgraciadas muertes que le llevarán a una cárcel donde tendrá que aprender a forjarse su propio porvenir. Será el embrión de un apodo que más tarde nacerá en boca de una mujer y que da título a esta película: El rey de La Habana.
El balear Agustí Villaronga dirige y escribe este ambicioso proyecto cinco años después de triunfar en los Goya con Pan negro (Pa negre), su más inmediato precedente hasta la fecha en lo que se refiere al largometraje. El cineasta pretende diseccionar lo que es el día a día por las calles de una ciudad que en muchas ocasiones los occidentales tomamos como un rincón paradisíaco al que acudir alguna vez para lograr una memorable experiencia de sol y playa, pero en el que muchos de sus habitantes debe luchar por subsistir día tras día. Se trata de personajes pobres, ignorantes al no haber tenido una educación digna, plagados de ingenuidad antes de que la vida les dé una bofetada, actuando con picardía después de ello.
Reinaldo es un buen paradigma de esta definición. Buscando en todo momento la supervivencia, pasa de ser un chaval por el que sentimos pena a ir convirtiéndose poco a poco en un ser casi despreciable, un hombre invadido por la lujuria que vive a base de hurtos y varios apaños espontáneos, más perezoso de lo que alguien de sus condiciones sociales debería ser, con varios episodios de extraña brillantez emocional como esa especie de amor que siente por una transexual. Al usar semejante prototipo de hombre como protagonista, Villaronga debilita lo que parece pretender contar, ya que esa crónica social sobre los habitantes de La Habana termina por convertirse en una sucesión de fechorías por parte de alguien que ha recibido una educación demasiado áspera.
Este sentimiento de lejanía emocional respecto de lo que vemos en El rey de La Habana se ve reforzado por un estilo direccional cercano a lo grotesco, entendiendo este adjetivo como una definición buscada por el propio director y no como un término despectivo. Abundan los primeros planos de personajes que gritan e insultan sin piedad. Las escenas de sexo se encuentran en las antípodas del erotismo, reflejando algo tan primitivo como ese instinto de supervivencia que comentábamos con anterioridad. Todo esto tendría su parte de virtud si se desarrollara con gracia, pero desafortunadamente la cinta se asemeja más a un collage de escenas sin continuidad, algo repetitivas y poco trascendentes, que a un relato cohesionado y con sentido del ritmo.
Nunca es una buena señal que situaciones presuntamente serias activen el mecanismo de la risa en lugar de invitarnos a una reflexión más profunda. Quizá sea algo cruel decirlo, pero por desgracia algo así sucede en El rey de La Habana, cuando al contemplar dos fenómenos tan opuestos pero tan propios del ser humano como el sexo y la muerte se escuchan carcajadas por toda la sala. Si bien la panorámica de la ciudad, su vida y sus gentes, están diseñadas de una manera bastante apegada a las circunstancias de la realidad, Villaronga no logra hacer lo propio con la línea argumental de su película, que flaquea al centrar todos sus esfuerzos en la construcción de un protagonista que nunca logra despertar suficiente interés.