El cine que trata sobre enfermedades suele ser un territorio minado (más o menos infestado de explosivos dependiendo del grado de trascendencia y gravedad de la enfermedad que nos ocupe): la posibilidad de que determinados lastres ligados a este subgénero (sentimentalismo abyecto, morbo sensacionalista, regodeo en el dolor…) nos estallen en plena cara es más bien alta. Algunos directores, conscientes de este peligro, acaban, a su vez, pasándose de cautos, cayendo, por consiguiente, en una frialdad clínica que puede contener a su vez un cierto grado de impostura y acobardamiento. El cineasta polaco Maciej Pieprzyca, sin embargo, ha sabido equilibrar la balanza para ofrecer una cinta que equidista tanto de la explotación de la desgracia ajena como de ese fácil distanciamento en el que suelen escudarse determinados directores. Su película, que es, por encima de cualquier otra cosa, un cálido retrato humano, sabe hablar de la enfermedad desde un prisma luminoso, ligero y verosímil. No rehúye los golpes más dramáticos ni el sufrimiento, pero sí el enfoque tremendista con que éstos podían haberse recogido en pantalla.
La historia de Mateusz, joven con parálisis cerebral al que los médicos diagnosticaron una incapacidad rotunda para entender y comprender el mundo, y, por tanto, interactuar y comunicarse con él, se instala sin problemas en ese marco del cine de la superación que intenta dignificar la vida a través de la lucha y el sacrificio, planteando la existencia como una carrera de obstáculos (en este caso, vinculados a la discapacidad motora de Mateusz) que finaliza (si prima el optimismo) con el reconocimiento de los logros perseguidos por el sujeto en cuestión, capacitado para sobreponerse al peso de la genética, las circunstancias o la simple mala suerte. Ahora bien, si Pieprzyca no logra salirse de un cierto esquematismo narrativo, al menos intenta paliar esa falta de personalidad y originalidad mediante un tono humanista no exento de ironía, adoptando el punto de vista del personaje (con un recurso de empatía algo fácil: la cabal voz en off del protagonista que va puntuando el relato) en lugar de asistir a su desarrollo vital desde el “exterior”. Este es, quizás, su principal logro: reflejar su forma de ver el mundo y su singular aprendizaje en medio de una situación marcada por las limitaciones (corporales pero también contextuales: ahí es nada aprender a conocer la realidad a través prácticamente de la atalaya de un dormitorio).
El descubrimiento del amor, de la muerte, de la soledad… se escenifica en pantalla con una candidez y cercanía gratificantes, sin caer en golpes bajos ni en excesos lacrimógenos. Sí existe un tono algo meloso (reforzado por una banda sonora excesivamente acaramelada e insistente) que puede arrastrar momentáneamente la película hacia la orilla de la sensiblería, pero Pieprzyca sabe sortear estos riesgos merced a una narrativa lo suficientemente mesurada como para que la peripecia de Mateusz no pierda pie ante los excesos del drama o de la comedia imprudente. A ello ayuda, inevitablemente, la asombrosa interpretación de Dawid Ogrodnik, mimetizado con su personaje (que aparece en los créditos finales) y llenando la pantalla de verdad con cada gesto y con cada balbuceo. El resultado es una obra sobria, sentida y amena. Cine que trata un tema muy duro sin falsos pudores, pero con tacto y un apropiado sentido del humor, y que cuenta un caso excepcional (el camino que recorre un joven desde que recibe un diagnóstico equivocado hasta que consigue contradecir dicho diagnóstico: un largo camino de 26 años que culmina con una autoafirmación de la humanidad –No soy un vegetal– realmente conmovedora) de la que uno puede extraer valiosas lecciones sin sentirse sermoneado.