A veces da la sensación de que el cine contemporáneo entiende la referencia (es decir, el guiño u homenaje a otros trabajos) como un ingrediente obligado en cualquier pieza que aspire a ser reconocida. Es como si existiera cierto vértigo a saltar al vacío que los directores combaten exhibiendo constantemente sus conocimientos. Sobra decir que la referencia como tal no contiene ningún tipo de aditivo, ni negativo ni positivo: todo depende de cómo se use, en qué contexto y con qué finalidad. El problema es que esta actual obsesión de revisar géneros y dejar constancia de las influencias personales acaban por transmitir la sensación de falta de creatividad, de encontrarnos, en definitiva, ante refritos que buscan insistentemente reinventar fórmulas desgastadas. Por eso descubrir una película cuyas cualidades no remiten automáticamente a productos ya vistos otorga por defecto un punto positivo a la obra en cuestión.
Y hablo de cualidades porque, evidentemente, no todo vale en el terreno de la innovación. Precisamente El club demuestra ser plenamente consciente de las herramientas que necesita para transmitir el mensaje deseado, dejando a un lado las convenciones narrativas vigentes. Por ejemplo, ya desde un primer momento resulta inquietante la forma con que Pablo Larraín abre su trabajo: antes de saber absolutamente nada de los personajes ya les estamos acompañando en algunas de sus rutinas. Observamos cómo cenan en comunidad, entrenan a un galgo de competición y observan desde la distancia, prismáticos mediante, la victoria del mismo en una de sus carreras. Todo presentado en un tono de color muy oscuro, por momentos saturado, con actuaciones muy contenidas y un ritmo narrativo pausado, siempre acompañados por una banda sonora tan sencilla como angustiosamente efectiva.
El descubrir las actividades de este pequeño colectivo de ancianos antes que su identidad y ocupación (así como la aparición de ciertos interrogantes que permanecen sin respuesta) nos hace sentir la presencia de una especie de pecado compartido, como una mancha en la conciencia colectiva que plana en el aire pero que nadie se atreva a mencionar. Porque hay entre ellos una interacción distante, más próxima a la complicidad que a la familiaridad. Será a raíz de la aparición del conflicto alrededor del que girará toda la trama que descubriremos la inquietante situación de cada uno de estos personajes… pero deberemos ser nosotros quienes decidamos con qué nos quedamos de todo lo que se nos cuenta (me resisto a desvelar nada de la trama por respeto a aquellos afortunados que todavía la desconozcan, pues la progresiva concienciación que el público va tomando respecto a la situación constituye una de las delicias de esta película).
En esto consiste el juego de El club: en situarnos como observadores de una serie de hechos, algunos muy evidentes y otros apenas perceptibles, mediante los cuales nosotros mismos iremos construyendo la historia. De ahí el interés de Pablo Larraín por lo verbal, esto es, cada una de las sentencias que hacen sus personajes, saltando de lo contenido (las entrevistas que ejerce el nuevo inquilino a los veteranos) a lo extremo (las desgarradoras declaraciones que pregona a gritos uno de los vecinos de dicha agrupación). De hecho, será por el método oral que descubramos las verdaderas claves de todo lo acontecido, tan bestiales como volubles según la credibilidad que otorguemos a cada discurso. Pero en cualquier caso, la historia siempre la acabaremos de definir nosotros, pues cada uno decidirá hasta que punto son sinceras las manifestaciones de buena voluntad y arrepentimiento que algunos de los personajes manifiestan.
Casi no hace falta decirlo, esta incertidumbre que rodea al nuevo trabajo de Larraín contrasta fuertemente con la crudeza del hecho que denuncia, algo que sin duda remite al secretismo que suele acompañar las acciones más perversas de la humanidad. Por eso no es extraño que el director chileno se explique con relativa indiferencia respecto al público, como si su objetivo fuese actuar en calidad de canal entre acontecimiento y observador, antes que como analista de los sucesos. Ejemplo de ello es la actitud de García, quien irrumpe en la cotidianidad de los ancianos con intenciones que tan pronto parecen de indudable nobleza como a ratos denotan una enfermiza voluntad por escalar a cualquier precio. En pocas palabras, Larraín nos da los datos necesarios para que la gravedad del asunto quede patente, pero también respeta la intimidad de los detalles para que su discurse no resulte excesivamente sentencioso.
Y aun así El club logra exponer su discurso con solidez y sin temblores, algo francamente admirable si tenemos en cuenta que, como entredijimos, Pablo Larraín no se sirve de ningún referente explícito (al menos no reconocible a simple vista). La arriesgada decisión de situar en el centro del encuadre a los personajes durante sus inquietantes conversaciones (apelando así a la desnudez en que se encuentran), el contraste entre contención y exceso de sus discursos, la estudiada planificación que se interesa en resaltar las facciones de los actores (por otro lado, rodeados de oscuridad: de nuevo el contraste), la acertada elección del elenco… Todo ello responde a la firme mano de un director cuyo trabajo demuestra que a día de hoy todavía quedan historias por contar; y también que, por imposible que parezca, la narrativa todavía esconde rincones inexplorados.