En el documental Crónica de un verano (1961), de Edgar Morin y Jean Rouch, uno de los hechos más curiosos que se constataban era que casi ninguno de los protagonistas de la cinta creía que los demás personajes presentados en la misma se mostraran tal y como eran. Opinaban que, aunque no fueran actores, en todo momento estaban teniendo en cuenta la cámara que les grababa y nunca eran ajenos a ella al mostrar su día a día.
A día de hoy, con tanto reality y docu shows llenos de cámaras y con la cantidad de personas que son conscientes de lo que significa para ellos salir en pantalla, esta clase de percepción es aún más común, pero de la credibilidad de la actuación o de la naturalidad de cada personaje y su ficción depende también el éxito de público en televisión, quedando al margen el debate más interesante.
Porque lo interesante de Crónica de un verano (entre otras cosas), era que esos mismos personajes que no creían en la imagen de los demás también aparecían en dicha película mostrando su particular estío y se suponía que sí creían en lo que ellos hacían y decían.
En Taxi Teherán vemos algo de esto, tanto desde dentro de la cinta como desde fuera. El primer hombre que se monta en el coche conducido por el director Jafar Panahi ya averigua la presencia de la cámara, sabemos entonces que no está oculta y nos hace partícipes de esta realidad. A pesar de lo cual, asume que está ahí por cuestiones de seguridad. Con él compartirán más tarde asiento otras dos personas, en concreto una mujer y un hombre. El primer hombre y la mujer mantendrán una conversación interesante mientras el tercero, una vez a solas, cree que son actores contratados por el conductor.
El juego de la realidad y la mentira vuelve a estar presente. A partir de este momento vamos a conocer la idiosincrasia de una ciudad y de un espectro de sus habitantes. Desde cuestiones de seguridad hasta de religión, pasando también por el cine, la censura y la confianza en el otro.
Todo lo que ocurre en Taxi Teherán, a pesar de encontrarse sujeto a la perspectiva del propio taxi, resulta muy interesante, porque es humano y también porque hace un recorrido por la sociedad iraní en un momento concreto del día. 80 minutos, de hecho, lo que dura la película sin cortes. Desde el principio, cuando Panahi procura mantenerse ajeno de la escena y hablar lo menos posible, así como no iniciar nunca la conversación con sus clientes, hasta el final, cuando acaba por ser partícipe principal de su propia trama no argumental.
Momentos memorables: Todos los que tienen que ver con las mujeres que aparecen. La gran mayoría salen bien paradas, con una sabiduría más cercana a la comprensión, aunque también por situaciones en que bordean el absurdo aunque ellas le encuentren sentido, claro. Su sobrina es la gran estrella aquí, y, no cabe duda, el reencuentro entre el realizador y un amigo de la infancia, también la parte dedicada al matrimonio de la bicicleta. Todo esto convierte Taxi Teherán en una pieza de máximo interés y visibilidad necesaria.
Desde la más clara sencillez la película aborda varios temas y todos son del día a día. De todos modos, cualquier espectador disfrutará de este rato, más allá de sus pretensiones sociales, porque puede sentirse representado, no ya siendo visible en esas otras personas de la pantalla, sino sobre todo en sus argumentos, espontaneidad y palabras, también en las discusiones y en las circunstancias que constatan.
Porque todo es falso y representación. Todo funciona sobre el guion escrito por Panahi, un hombre iraní al que han prohibido hacer cine en su país pero no puede dejar de hacerlo, apoyado aquí por actores no profesionales a los que el propio conductor de este mockumentary mantiene en el anonimato por su propia seguridad.
¿Cambiaría nuestra percepción de una película saber que lo que hemos visto no es verdad del todo? ¿Asimilaríamos la verdad que hay detrás de unos personajes inventados si supiéramos que lo son? A eso juega el iraní en su nueva obra, y a mí el juego me ha gustado, como les debió gustar a todos esos hombres y mujeres que se vieron a sí mismos en su Crónica de un verano, aunque nunca confiaran en los demás.
Realismo sórdido y autoconsciente, en efecto, como sórdido y autoconsciente debe ser ahora verlo precedido de un mensaje en la pantalla en negro en que se puede leer«el Parlamento Europeo defiende los derechos humanos». Todo es falso y sin embargo eso no oculta alguna verdad.