Han matado a un hombre blanco es una de esas joyas escondidas pertenecientes al siempre fascinante cine americano de los años cuarenta. Esos años, incluyo los treinta, en los que el séptimo arte estadounidense era el principal productor de sueños cinéfilos en virtud del arribo a tierras hollywoodienses de los principales talentos europeos que unieron sus fuerzas y clase al excelente plantel de técnicos y autores autóctonos, generando de este modo una sinergia que dudo vuelva a tener lugar en la historia del cine. Pero, como sucede con buena parte de ese cine clásico que no incluye en sus títulos de crédito esos nombres legendarios que otorgan la inmortalidad en la memoria del espectador, esta cinta producida en los estudios Metro Goldwyn Mayer en los últimos años del decenio ha sido castigada con un injusto olvido, siendo una obra no muy conocida en relación con la enorme calidad que atesora.
Y es que si hay un punto que marca la diferencia entre este film y el resto de productos de concepción artesana que se produjeron en esos años es precisamente su carácter autoral. Porque detrás de la cámara encontramos a Clarence Brown, uno de esos directores en nómina de un gran estudio —en el caso del autor de El demonio y la carne bajo el paraguas de la Metro a la que fue muy fiel a lo largo de su trayectoria— que supieron desprenderse puntualmente (resulta claro que con una carrera tan prolífica como la del estadounidense son mayoría las obras de encargo que las de puro autor) del yugo de la productora para insuflar en sus criaturas esa tonalidad que distingue a esos cineastas más inquietos y valientes, mostrando siempre una elegancia supina a la hora de abordar unas historias que contaban con esa visión reflexiva de un maestro para el que hacer cine era algo tan natural como despertarse cada mañana.
Ese punto diferencial que comentábamos se nota desde el primer fotograma, gracias a la apuesta de Brown por filmar en escenarios naturales, alejándose pues de esa impostura que ofrece el cartón piedra de los decorados de estudio, y sobre todo por el hecho de contar con un elenco de actores forjados en la serie B y en el plano secundario. Punto que permite centrar la atención del espectador en el desarrollo del guión sin que exista la opción de despistar al mismo con la presencia de estrellas de primera línea. Un guión que se beneficia del excelente material propiciado por la novela de William Faulkner en la que se basa la película, perfectamente adaptado para la narrativa cinematográfica por un hombre del estudio como Ben Maddow.
La película es una maravilla desde su arranque hasta su minuto final, siendo uno de esos magníficos productos rodados con una aparente sencillez que escondían no obstante en su fuero interior un complejo compendio que almacenaba una osada llama de denuncia social narrada a través de una propuesta temporal moderna en virtud de un montaje que engarza con elegancia varios flashback que alumbran pasajes acontecidos en el pasado conectados íntimamente con el presente, dando lugar así a una cinta que hace gala de un ritmo trepidante y contundente a la que no le sobra ni le falta un solo segundo de metraje.
En este sentido la película se abre de un modo muy sugerente, mostrando la llegada a la cárcel ante los ojos inquisidores de la amplia mayoría de la población blanca de la ciudad de un hombre negro llamado Lucas (Juano Hernández) acusado de haber matado de un tiro por la espalda a un granjero blanco perteneciente a una modesta y conocida familia del lugar. La mirada del reo se cruzará con la de Chick, un adolescente que se encuentra entre el público y con el que parece el acusado mantuvo una relación de amistad, instando al muchacho que hable con su tío John, uno de los más respetados y prestigiosos abogados del enclave, para que pueda defender su supuesta inocencia. La atmósfera de tensa quietud que emana de la silenciosa turba que rodea la prisión induce a pensar en la planificación del linchamiento de Lucas por parte de esa población blanca con ganas de revancha por el hecho de que un hombre negro haya presuntamente asesinado de un disparo a un miembro de la ciudadanía blanca. Brown rodó con una sugerente poesía esta secuencia de apertura, fotografiando con contención, sin hacer uso del fácil recurso del sensacionalismo, el nacimiento del odio racial presente en el Sur estadounidense.
Así, sin aportar más información que la que exige el desarrollo de la epopeya, el autor de Ana Karenina irá hilando una historia que fluirá como un torrente gracias a un ritmo trepidante y conciso que no se detiene en escenificar profundos diálogos melodramáticos pero que igualmente ofrece el marco perfecto para diseccionar con precisión el carácter de cada uno de los personajes que integran la trama, lanzando una afilada mirada acerca del carácter hipócrita y cobarde presente en buena parte de esa ciudadanía modelo sureña que esconde bajo su perfil de bondad, un talante moldeado con la paleta del odio racista.
De este modo, la narración irá describiendo cada uno de los perfiles presentes en este idílico paraje estadounidense. Descubriremos a través de los recuerdos del joven Chick, que Lucas adopta el rostro de un orgulloso y próspero granjero negro cuyo comportamiento pedante y seguro de sí mismo le ha procurado los recelos de sus vecinos blancos que no ven con buenos ojos el trato igualitario que exige Lucas —punto descrito con maestría por Brown a través de pequeñas pinceladas como esa obsesión manifestada por Lucas en pagar sus deudas con los blancos o en hacer alarde de sus propiedades—. Por contra Chick será descrito como un joven algo ingenuo e idealista totalmente fascinado por la figura de Lucas que tratará de defender contra viento y marea —incluida la oposición de sus respetados pero racistas familiares— la inocencia de su amigo. Igualmente el tío John se alza como un personaje algo ambiguo, dado que en un primer momento parece rehuir la propuesta de Lucas conocedor de los problemas sociales que la defensa de un negro acusado de asesinato le acarrearía, pero por otro surgirá como un defensor de la justicia y la libertad en el momento en que se implica poco a poco en el caso, descubriendo así la rocosa personalidad que esconde el inculpado.
Este trío protagonista —la cinta no deja de ser una obra coral— será enriquecido por Brown mediante toda una galería de fantásticos secundarios, entre los que destacan el padre y hermano del asesinado —dos granjeros con la personalidad de esos hombres curtidos del Sur profundo que a diferencia de otras obras que hacen girar la trama alrededor del racismo serán dibujados por el autor de El despertar con una contención ideológica supina— o la anciana que unirá sus fuerzas con las de Chick en su lucha de demostrar la inocencia de Lucas, todo un símbolo de la bondad y el sentido de la ética que encierra esa parte de la población que huye del odio como motor de vida —qué mejor manera que retratar este estrato social que a través de la semblanza de una anciana—.
Desde el punto de vista técnico la película es sin duda ejemplar. A la espléndida puesta en escena y montaje de la que hace gala el film, hay que unir una espectacular fotografía en blanco y negro adornada por unas fastuosas tomas paisajistas que engalanan los bellos parajes naturales donde discurre la trama, incluyendo magníficas tomas cenitales en aquellas escenas donde la amenaza se cierne sobre el protagonista, pero igualmente intimistas primeros planos en aquellas secuencias que requieren una mayor introspección narrativa.
Pero como he comentado, lo que más me fascina del film es su contención ideológica. Porque tras la lectura de la sinopsis del film me esperaba encontrar cierto discurso panfletario, sin duda un vicio presente en la mayor parte de las producciones que tienen al racismo como centro argumental. Pero no. Brown se limita a narrar desde la equidistancia, sin lanzar proclamas ni diseñar escenas infectadas de violencia. La violencia de Han matado a un hombre blanco no sólo es latente, sino que es inexistente. A pesar de que sentimos que un fuego va a producirse, el mismo nunca estallará en pantalla. La cinta por contra apuesta por una narración sosegada a la vez que ágil, dejando que el espectador se empape poco a poco de la historia, sin dar pistas pero ofreciendo la información necesaria para que saquemos nuestras propias conclusiones. Y eso para mí es un recurso de maestro, por lo disidente de la propuesta, mostrando de un modo extraño pero sensible esa relación de admiración que brotará entre el bondadoso Chick y el arrogante pero honesto Lucas, a modo de esa figura que sus padres parecen haber abandonado en virtud de sus obligaciones laborales.
Son incontables las virtudes que ostenta una cinta de la calidad humanista y cinematográfica de la protagonista de esta reseña. Porque Han matado a un hombre blanco es una de esas películas inclasificables que partiendo de un drama sureño de tintes judiciales, acabará convirtiéndose en una emocionante intriga tiznada de elementos noir, pero que igualmente derrotará hacia una de esas historias de alumbramiento de la madurez de ese adolescente que perderá esa virginidad que el mundo de la infancia encierra en su territorio. Todo ello aseado con esa guinda horneada con ingredientes tan fantásticos tales como la pulcritud, belleza visual y templanza con la que Clarence Brown cocinó uno de esos platos que merecen ser catalogados como película de culto del cine de autor americano de los cuarenta.
Todo modo de amor al cine.